A
partir de ese tramo, las fotografías fueron más seguidas hasta ya descubrirán
dónde. A veces hacíamos poses de lo más ridículas con el fin de que,
al verlas en casa, nos haga reír, tanto a nosotros mismos como a los
demás (al quien llamábamos o invitábamos a pararse o sentarse delante
de mi ordenador, o los que, posiblemente, ingresen a una —por estos meses— no
muy popular “página” en el ciberespacio). La típica de todas esas: De
pie o con el trasero posado sobre alguna roca, mirando al cielo con los
ojos cerrados y los brazos extendidos a los lados. Cualquier
fanático de la serie de dibujos animados de Dragon Ball diría que intentábamos
recoger la energía de los seres vivos para llegar a formar una Jenki Dama (ruego
su comprensión por si está mal escrita) y destruir a algún maligno.
También, un disciplinado físico-mental puede que crea que somos practicantes
del yoga o de otro ejercicio oriental que requiera de concentración (y,
sacando provecho de la ocasión, me confieso que espero pronto ahondarme en esta clase
de arte místico, ya que de vez en cuando hago ciertos ensayos sin conocer más
del asunto).
Y
por último, si bien sea lo primero que se me viene a la mente, para los que han
visto la emisión de un programa de TV nacional (peruano),
esta pose les parezca a la que acostumbra la presentadora, la que no deja
de promocionar sus productos medicinales cien por ciento naturales… ah, bueno,
eso es lo que al menos dice ella. En definitiva, como lo di a entender antes, una
caminata sin disparos no es igual con una en la que falten… los disparos
fotográficos, por supuesto… No puedo continuar la narración, debido a que
cuando revisaba las imágenes de nuestra breve aventura, encontré unas que
me recuerdan a un comercial de TV, sí, también de TV, y espero que no les esté
hartando. La propaganda es de una bebida gaseosa. El eslogan: “La vida…
es como te la tomas”. Sea cual sea la posición en la que estaban los
actores en la publicidad, se les tomaba una foto, saliendo todas con un toque
gracioso. Tenemos imágenes que uno de nosotros las hacía con la cámara
de improviso, empero, estas carecen de chorradas; son simples cuadros en el que
dos chimban —dialecto sanmartinense de vadean— el río Shilcayo. Pero
lamento no haber contado con una cámara en excursiones pasadas, por este y
otros lugares. Los vídeos y fotos más entretenidos son los que implican
una caída o un resbalón, pues aquellos incidentes nos pasaron a todos, y más
cuando el camino es barro movedizo.
De
nuevo, tras otra pausa en el hilo de los hechos —anticipándoles que es común en
mí—, seguiré reviviendo lo que pasé hace más de medio año en dicha zona
de la Cordillera Escalera. Lo que aconteció los siguientes veinte minutos,
por mala estampa, no lo tenemos ahora en vídeo. No porque alguno de nosotros se
negó a filmar, sino porqué, de accidente, había eliminado cada una
de las tomas, mientras editaba el vídeo en general. Siquiera, en un disco
de mi computador, han quedado las fotografías de los tres y de la
naturaleza circundante… Luego de que mi primo apagara el dispositivo digital al
acabar de efectuar su mueca, llegamos casi inmediatamente a un sitio
especial que ya había conocido en caminatas anteriores, un mirador ecológico en
mitad de la ruta. Me adelanté de la fila y me detuve al inicio de la
primera escalera de listones que se elevaba al segundo nivel, apurando a Cayo
para que prendiera la cámara y me grabara ascendiendo a la plataforma que se
hallaba entre tres y cuatro metros arriba nuestro. Deseoso de alcanzar la cima,
Micky no tardó en ponerse al revés mío. De golpe, oí a mi primo decir “ya”, y
emprendimos la subida al mirador. La escalera tenía entre seis y diez peldaños,
todos firmemente clavados. Se llegaba al segundo piso atravesando una
especie de trampilla por la que se debía pasar uno por uno, debido a su
estrechez, poco menos que la longitud de un brazo humano, en los cuatro
lados. Cayo enfocaba el artilugio digital hacia arriba, mientras Micky y yo
hacíamos nuestra parte, saludando, claro. ¡Qué buenas papadas las que se veían!
Antes de que mi pariente se parara en el segundo piso, el autor de este
sitio había llegado al tercer y último nivel. Desde allí, les llamaba excitado.
El del pote de mermelada recibía de mi primo la cámara, que aún filmaba. Micky avanzó
hacia mí, grabándose él mismo, a Cayo que lo seguía y luego a su humilde
servidor que movía las enguantadas manos a través de la siguiente trampilla. Al
ir alcanzando mi altitud, me entregó el mecanismo para filmar su entrada y la
del que venía debajo. Puse en OFF a la máquina cuando los tres estuvimos en
la cumbre, cerca de ocho metros del lecho boscoso, y la guardé por unos
momentos en su estuche que lo sujeté al cinto a la salida de casa. Hasta
ese entonces, mis anteojos estaban empañados y mojados de vapor y sudor; y qué
decir de mi cuerpo.
La
estructura del mirador ecológico era distinta a la que aprecié durante las
caminatas que tuve en los anteriores meses y años. Había sido más endeble y
desgastada por la humedad y los agujeros de las plagas. Ambas plataformas se
combaban peligrosamente al peso de alguien, hasta el grado que tenías que
desplazarte con cautela para no pisar una tabla que podría quebrarse al mínimo
contacto con la planta de tus zapatos. Toda la madera conservaba un tono marrón
fangoso con manchas verde oscuras por doquier. Era muy riesgoso andar demasiado
tiempo por la plataforma superior, ya que aquí el moho invadía en colonias al
piso. No me atreví a pararme más de diez segundos en este nivel, porque si me
caía, no existiría nadie cerca quien me socorriera, aparte de que este no es un
sitio muy transitado que digamos. Tanto las escaleras como las columnas fueron
frágiles; las primeras, a duras penas, resistieron mi peso (sesenta y tantos
kilos), rompiéndose a medias un peldaño de la de más arriba. Y las últimas, del
grosor del tallo de un almendro, presentaban un aspecto lo suficientemente
terrible como para suponer que se partirían de un solo hachazo. Si están
creyendo que la pobre edificación se tambaleaba, están en lo correcto, amigos
lectores. El mirador se movía como una gelatina, que a cualquiera que sufre de aerofobia
se le erizarían los pelos. Venirse abajo desde cuatro u ocho metros de altura,
definitivamente, no es bueno para la salud. Y puede que esté pasando por su
cabeza la imagen de un cuerpo atravesando un piso de sucias tablas como si
fueran papel... Después de describirles la antigua constitución del mirador
turístico, recuerdo que en un campamento en el primer ciclo de la universidad
con mis compañeros de clase, uno de ellos dio un paso en falso y quedó con una
pierna incrustada en el suelo de tablillas de una casa de árbol, a una decena
de metros de tierra, en un centro de conservación biológica de mi
institución educativa, localizado en otro sector de la Cordillera Escalera.
Ninguno de los testigos se aguantó las carcajadas, pues la ebriedad nos consumía.
En cuanto a él —también con los efectos del alcohol—, siguió enfadado varios
minutos desde que dos de nosotros le sacaron de la “trampa”. Diez metros sí que
deben doler en serio.
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