Pero esa vez, con Cayo y Micky en la cima del mirador, nos
sentíamos seguros en la remodelada estructura. Los tablones de las
plataformas estaban sólidamente amarrados y clavados a las vigas y a los
troncos recién talados que hacían las veces de columnas. La frescura de los
elementos garantizaba la firmeza del sitio de contemplación
eco-turística. Se podía confiar en la sujeción de las barandillas de ramas
y tronquillos, que uno incluso podía apoyar sus brazos, pecho o codos.
Salté para probar el temple de la estructura, y a las justas sentimos una leve
sacudida. Mi primo se enojó, aludiéndome de loco… como siempre. Micky, en
cambio, soltó su particular risa grave y no demoró en imitarme. Cayo se molestó
poco ese rato, puesto que se distraía tirando una horquilla con hojas que trozó
de un árbol hacia el otro extremo del mermado río Shilcayo. Admiramos
el paisaje por un intervalo de tiempo y, a petición de los muchachos, extraje
la cámara de su estuche. “Tranquilos”, les dije. “Ya lo iba hacer de todas
formas. ¿Piensan que no quiero tener una foto en este magnífico lugar…? Pero el
primer turno será de la naturaleza, así que háganse a un lado”. Los
dos se alejaron de los bordes para darme espacio suficiente para realizar una
buena toma de nuestro entorno. De las muchas imágenes que capté,
solamente seleccioné unas cuantas, dado que, como en determinadas ocasiones
pasa, las fotografías no salen tan perfectas como se creía; detalles que a
simple vista se muestran irrisorios en el display, sin embargo, más tarde,
revisando en la pantalla de una computadora, se vuelven significativos (mala
posición, vaga iluminación, deficiente contraste, etc.) Ante esto, la
mayoría recomendaría el Photoshop, el Corel PHOTO-PAINT, o demás programas
de esta línea. Admito que a veces me valgo de estos softwares, pero en este
caso no habría reto en tener buen ojo para los encuadres y graduaciones, bajo
limitadas condiciones (con una cámara digital de aficionados y ajena). Tengo
razón de ser hijo de un fotógrafo profesional, algo aprendí del viejo Juaneco.
Su cámara es su tesoro, es su herramienta de trabajo y, por consiguiente, raras
veces me la presta. Decirle que la necesito para internarme en el bosque y
sacarle unas fotos, es como si le amenazara con arrojarla contra la pared o con
darle un martillazo. A regañadientes, me la concede para hacer una que otra
tarea de la universidad, igual que a mi hermano. Fácilmente, él y yo podríamos
mentirle, pero eso ya se acabó. Anticipándoles que nada —o casi nada— quedará
oculto, pues en próximos posts se enterarán de esas pasadas (y futuras)
aventuras, o, mejor dicho, escapadas de casa, que les aseguro se irán cargando
de emoción, acción, suspenso, peligro, misterio y, del ingrediente principal,
adrenalina... Creo que estoy siendo un “poquito” optimista. No obstante,
todo depende de uno. Cada cual es forjador de su propio destino. “No lo
intentes, ¡hazlo!”, me olvidé quien lo dijo.
…Y ha llegado el turno de describir el paisaje que
observamos desde el mirador en medio de la ruta a las cascadas
del río Shilcayo. Era casi mediodía. El cielo estaba cubierto de
más nubes en el norte que en el sur y solitarios gallinazos “deambulaban”
en el aire, quizá a la búsqueda de olfatear carroña e ir a apoderarse de ésta
para su festín del día. La velocidad del viento era de escasos nudos y eso
favorecía la estabilidad de las rapaces y distintas aves que volaban a una
altura inferior, como ráfagas frente a nuestras narices. Podía hasta oler
algunas hojas frescas de los árboles cercanos y de las palmeras del
triangular techo, que se habían secado con el tiempo, expuestas a los rayos del
Sol y el correr del viento. La temperatura: 28 C°, aproximadamente.
Bamboleantes y suavemente ruidosas, algunas copas de los árboles
llegaban hasta cinco o siete metros arriba nuestro. Había ramas que
desposeían de hojas y se mantenían arqueadas o torcidas debido a los
ventarrones que son comunes por estos parajes, principalmente, antes de una
tormenta, o en los meses de Enero, Febrero y Diciembre. Ciertos
árboles eran tan exuberantes de verdor, y otros sólo tenían pequeñas hojas
muy separadas entre sí o amontonadas en la punta. Las únicas plantas de
frutos comestibles eran los plátanos, papayas, palmeras y palmitos; todas a
media distancia de los tres. Con piedras de variados tamaños y magras ramas
atajadas de aquí para allá, el deplorablemente bajo río Shilcayo producía
un menudo sonido. Desde mi altura, no veía ni sentía mosquitos,
zancudos o moscas, pero en vez de esos dípteros, malolientes hemípteros
(chinches) y rechonchas arañitas recorrían la madera o se colgaban del pajoso
techo. Ninguno de esos insectos nos interesó mucho, pero aún así los
recuerdo. Trenzadas raíces y tallos de plantas aéreas crecían como guirnaldas
en los árboles a espaldas del mirador (tomando como referencia
la cara frontal la vista al río).
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