Antes
de que Cayo y yo llegásemos a la orilla del Shilcayo, Micky se adelantó con la
intención de grabarnos arribando y atravesando la corriente de agua. Esta escena (en el vídeo
editado) la presenté como “Un Frugal Refrigerio”. Aparecimos
descendiendo detrás de unos árboles. La ruta bajaba con poco declive y
aspereza, además de que se hacía espaciosa y recta conforme se aproximaba al
río. Di un guantazo en los pulmones al comedor para que tuviera la
gentileza de invitar las saladas galletas que engullía como un muerto de hambre.
Así que, de inmediato, me tendió el paquete y saqué una como un vendaval, para
desaparecerla dentro de mi boca cual si me zampara una hostia. “Delicioso este
bocadillo”, pensé, mientras veía a la lente, meneando imperceptiblemente la cabeza.
Detrás de mí, Cayo pasó comiendo y entregando una galleta al muchacho
que poseía la “grabadora de recuerdos”. En el cuadro fílmico, de forma rauda,
una mano entra desde la esquina inferior derecha para recibir el
aperitivo. Me acerqué corriendo al río, el que estaba más seco de lo
que supuse, y de esta manera estar lejos del alcance de mis compañeros cuando
acabe de saltar las piedras, la mayoría libre de capas vegetales resbalosas,
que hacían una clase de puente hasta el otro canto. Aquí, casi no se veía
avanzar el agua. Los chicos, por más que quisieran, no podrían
mojarme como me lo merecía, debido a que tenía la ventaja de aislarme a
tiempo de ellos, aparte de que mi primo no finalizaba de devorar el montón
de galletas que metió a su boca y Micky tenía la cámara prendida. De momento,
ambos se mantuvieron tácitos en el asunto. Cayo se limitó a cruzar el Shilcayo y
el otro a pararse sobre una piedra en medio del mismo y realizar una filmación
en 360 grados con detenimiento, para concluir la toma con una vista de
nosotros, alejándonos.
Nadie
habló del tema de las salpicadas. Todos proseguimos la marcha
comentando sobre el bajo caudal del río. Liso y con algunas curvas, el
camino que seguíamos era un alivio —en especial para mí— luego de lo que
dejamos atrás. El goloso se había vuelto bondadoso con el estómago del
prójimo, compartiendo más galletas y unas cuantas bolitas de chocolate en forma
de pelotitas de fútbol, básquet, vóley y tenis, con una de las cuales dijo que
estuvo atorándose, atrás en la cumbre. Ya habíamos perdido buena cantidad
de calorías desde que salimos de casa y aquellos exquisitos dulces marrones
(mis preferidos) contenían lo que necesitábamos. El agua de la botella
ayudó también a vigorizarnos. Ahora el cielo estaba totalmente tapado de nubes
un tanto más oscuras que sólo hace diez minutos, a excepción de la zona sur,
que a duras penas se veía a través de las miles de hojas de la vegetación en
conjunto. Suaves y frescas brisas soplaban de vez en cuando. Los
insectos y la fauna en general permanecían más refugiados por donde sea que se
proyectaba la vista. Trinos, cantos, gorjeos y canturreos se oían cada vez
menos, pero, por el contrario, chillidos, croados y silbos se hacían más
evidentes. Estos últimos, en coro, constituían la música de bienvenida
al regado del bosque, la lluvia. En ese periodo de la caminata,
la caza de bichos de seis patas no tuvo otra opción que postergarse hasta
una hora indeterminada. El clima era el quien tenía la última palabra, y nadie
más que él.
Durante este tramo, antes de volver a pasar el Shilcayo, nos
tomamos una serie de fotos en distintas posiciones y expresiones. Al contarlas
en casa, comprobé que Cayo tenía más imágenes que Micky y yo; pero de entre
todas, no quedó ni la mitad, debido a la escasa luz del ambiente y del flash de
la cámara. Así que al final, los tres resultamos casi con el mismo
número de fotos en ese trecho de la caminata. No hubo filmaciones, tampoco
muchas bromas o chanzas quizá porque, sin que nos fijásemos tanto, el
propio estado de la naturaleza influía en nuestros ánimos. No se escuchaban
ni observaban truenos o relámpagos, pero la selva se fue tornando más opaca a
cada intervalo que interrumpíamos la marcha para fotografiarnos. Podía ver
el vado del Shilcayo muy cerca cuando Cayo y Micky se
distraían con el modo nocturno de la cámara, pegados al tronco de un elevado
mango. Enseguida, aproveché la oportunidad de adelantarme y pasar el río
ganando buena ventaja. Lo logré cuando ellos recién se fueron asomando al agua.
Desde donde estaban, me miraron medio sorprendidos, como si hubiese
atravesado de un solo salto la delgada corriente. Siguieron callados de la
guasa esa... Este tramo del camino no nos significaba problema alguno, ya
que el suelo era acolchado y falto de sinuosidades, sin subidas ni
bajadas, todo recto hacia el norte. El viento disminuyó su fuerza, pero
sólo por breve tiempo. Luego, la velocidad de las consecutivas ráfagas
se incrementó lentamente. Desde esa vez, el olor de la lluvia
corría por nuestras narices de manera perenne. Los animales eran invisibles,
pero audibles. Llegamos al río antes de lo que creí y eso no constaba
beneficio para su fiel servidor. Sin embargo, los chicos se adelantaron, sin
echarme gota alguna. Algo tenían planeado.
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