Rápido llegamos a un tambo que servía como un
puesto de descanso para los caminantes, muy bien ubicado al costado del sendero y con el
techo bastante tupido de hojas de cocoteros secas. Su suelo suave y nivelado,
con la hojarasca dispersa, era apto para que alguien se recostara
tranquilamente como Pedro en su casa. Pero nosotros, no estábamos tan
agotados o cargados de pereza como para acostarnos en tierra y tirarnos una
siesta. Ni siquiera entramos al tambo, que a propósito carecía de paredes,
pues sólo cuatro conservados troncos hacían de columnas. Además los muros
hubiesen sido un estorbo o una incomodidad a los que deseasen relajarse. Mi
primo pidió que hiciéramos un receso en medio del camino y tomarnos unas
cuantas fotografías en las afueras de la choza, en la posición que
quisiéramos. Saqué primero a Cayo unas imágenes desde la altura del ombligo y
después a Micky desde las rodillas; a continuación pasé a éste la cámara y me
captó sólo un par de fotos, como se lo dije. A partir de dicho
punto, la senda se alargaba más baja y, por lo tanto, menos fatigosa de
subirla hasta donde mi vista alcanzaba. Ascendimos unos metros más y
llegamos a unos árboles con las raíces levantadas de la tierra, similares
a los mangles, que crecían a un lado de la ruta, parcialmente llena de la
típica vegetación. Cada una de las raíces de esta planta estaba rodeada de
pequeñas espinas mochas que se las podía palpar sin miedo de que
se insertaran en tu carne. Los tres tenemos fotos tocando a los sostenes
de este árbol, al cual no recuerdo su nombre. Y mientras nos entreteníamos
en fotografiarnos, el cielo empezó a cambiar: nubes de color blanco
humo iban tapando el celeste del firmamento y la luz solar se obstruía cada vez
más. La lluvia era inminente, pero no sabía si vendría con fuerza o finura.
“Oigan, todos”, dijo mi primo, “¿no huelen a aire de lluvia?”. Micky y yo
lo confirmamos tras olfatear el ambiente. “No creo que caiga a cántaros”,
sopesó el primero luego de un instante. Su vida de niño en el campo bastó para
no desconfiar mucho de él.
Otro vídeo estaba por comenzar un tramo más a la
cima. El menor de los tres sería esta vez el que tendría el “honor” de filmar
unos minutos de la aventura de un equipo de ordinarios jóvenes, al que también,
obviamente, pertenecía. La primera cascada del río Shilcayo no tardaría
en recibir la visita de un trío de sanmartinenses. “¡Allá vamos caída
de agua!”, me dije interiormente.
Micky se adelantó con la cámara digital, y me dejó cargando la letal, junto a
Cayo. Parados, esperamos su señal. “¡YA!”, gritó una voz desde arriba un rato
después. Reaccionamos al acto, dando pasos estirados y movimientos de los
brazos exagerados. En el inicio de la escena editada, la que se abre de una
esquina como la página de un libro, se lee “Subida a la Cumbre y
Descenso por el Otro Lado, más al Noroeste”. Mi primo venía en pos de este
neófito cronista… A medida que pasaba cerca del filmador, colocado a un
canto del camino, sonreía mirando de soslayo a la lente y agachando un poco la
cabeza, como si estuviera burlándome. Cuando mi pariente terminó de cruzar,
comiendo algo que en ese periodo no supe, el camarógrafo nos siguió,
grabándonos de la cintura para arriba. Sin previo aviso, a unos metros más,
volteé para saludar, y antes de que el del medio chocara conmigo, troté
brevemente hasta alcanzar una roca hendida y enterrada en la senda. De
repente, el camino se inclinó hacia abajo por un corto trecho, y descendí
acelerado esa distancia. Al llegar a una zona horizontal, giré al toque para
saludar otra vez, en tanto que el del centro, inusitadamente, mantenía la
mirada fija en el frente. La forma del trayecto en general y los
alrededores no era muy distinta a la del cerro que habíamos pasado. Micky
iba casi pegado a la espalda de mi primo, el cual silbaba —seguro por
llamar mi atención— la canción que más me gustaba, Love Generation, de
Bob Sinclair. La cámara tenía de primer plano a los hombros y la nuca del
bullicioso, y la parte trasera de mi cuerpo, como “objeto en movimiento” de
fondo. A posteriori, el filmador se puso a la altura de Cayo para
enfocar su perfil, y, céleremente cambió la dirección del aparato y así
captarme en la cima (“embaldosada” con una gran piedra laja y rodeada de otras
más chicas en forma de gradas), realizando un gesto triunfal con los dedos.
Había llegado el turno de bajar… pero con
mucho cuidado. El sendero, cubierto de menos hojarasca, era demasiado
inclinado y con algunas piedras asentadas que volvían desigual el suelo.
Micky me siguió, y filmaba mientras descendía. Cayo se quedó atrás, de pie en
la roca llana de la cima. Cuando el camarógrafo lo encuadró, tras ya haber
bajado un poco, masticaba preocupado algo diminuto, y le dijo que se apurara.
En lo que respecta a mí, no me detenía. Viendo que no existía motivo porqué
seguir parado, el joven del dispositivo optó por avanzar y continuar con la
grabación de la caminata hacia delante. Mi primo seguía arriba.
Pero, de un momento a otro, éste empezó a tener arcadas, que sonaron fuertes
hasta donde Micky y yo estábamos. Se estaba atorando con lo que sea que estuvo
ingiriendo. Fue filmado entre risas hasta que pudo tragar su comida, que le
causó un efímero susto, y reanudar con nosotros el recorrido. Así que la lente
estuvo de nuevo orientada hacia mí, al frente y abajo, pero sólo por unos
segundos. Cuando el del artefacto digital puso de objetivo a Cayo, el glotón
por un pelo no se cae en el transcurso que revisaba el bolso que tenía colgado.
Desde ese punto, Micky se dejaría rebasar por el último para no tener que
filmar en diferentes direcciones a cada unos cuantos pasos y correr el riesgo
de perder el equilibrio. Él descendió más lento que nosotros, que incluso a
veces, cuando el terreno era un tanto uniforme, trotábamos. El camino
seguía serpenteante y mi pariente disfrutaba de los aperitivos que aún no
compartía. La clave para no ir a dar en el suelo de hocico era,
sencillamente (eso para los caminantes duchos o semi-duchos), saber frenar y
poner temple en las extremidades inferiores al pisar en superficies planas que,
obligatoriamente, debías apresurarte en encontrar. El camarógrafo se fue
atrasando demasiado, de modo que decidimos esperarlo cuatro curvas más abajo.
“¡Ey! ¡Ya deja de filmarte los zapatos!”, creo que le dije con un brazo
levantado. Me aburrí de esperarle más, y continué caminando al río. El otro me
siguió un rato después. La escena más extensa de la caminata a la
primera cascada del río Shilcayo había terminado allí, pues el filmador
apagó la cámara para alcanzarnos… y algo más.
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