El nuevo ingreso al río, tras cruzar los
lodazales, se encontraba a medio ciento de pasos. Cayo alistó la cámara que la
había tenido en su bolsillo, pidiendo que Micky y yo nos posicionáramos en
donde sea. Luego de unas cuantas fotos, apretamos el paso, y atravesamos el río
en un abrir y cerrar de ojos. Mi primo se comportó bien con unos
disparos de flashes improvisados, en el ínterin que saltábamos con precaución
de una a la más próxima piedra resbalosa. Las imágenes, a pesar de
los destellos de la cámara, salieron un tanto oscuras, debido a que un grupo de
nubes grises escondía a la estrella de nuestro sistema planetario, al Sol.
El agua se apreciaba más clara y la sentí con menos grados cuando me regué el
cabello en la orilla opuesta. Los demás hicieron lo mismo y mi pariente
hasta bebió unos sorbos, y que finalizó haciendo gárgaras. “¡Ey! Si acá tengo
líquido en la botella. Qué si algún animal defecó allí”, le dije.
“¡Relájate, broder! Si no está nada mal”, me contestó, haciendo una
invitación con las manos. Me arrodillé, me quité los anteojos y sumergí la
cabeza. Dentro, me acordé de la broma que les hice a los muchachos, de modo que
me paré y alejé como un poseso, sin haber succionado el agua. Pero al cabo,
fueron los chicos que terminaron anonadados. “¡Pero qué demo… te
sucede!”, se exaltaron. Ellos seguían en los mismos sitios que los vi por
última vez, de pie sobre la hierba. “Es que creí que querían vengarse por lo de
la salpicada”, respondí. Cuando observé sus estúpidas caras, caí en la
cuenta que se habían olvidado momentáneamente de la broma. “Cómo es posible
que te descuidaras, oye tonto”, riñó Cayo a Micky. “¿Yo solo tengo la culpa?”,
se defendió. Acto continuo, se armó una pequeña discusión, que lo único que me
provocaba era risa. Estuve sentado en una roca a cinco metros del agua cuando
se calmaron y me advirtieron que estarían más preparados desde ahora.
“Gracias por el detalle”, articulé. “Pero, de todas formas, sólo fue un poquito
de agua que les eché, y ya no parecen mojados”, se los aclaré. Sólo
escuché rugidos de desaire.
Luego de que el menor del trío se anudara las
agujetas, éste dijo que avanzáramos. Cayo, al contrario, deseó
quedarse unos minutos extra para fotografiarnos entre todos. Micky se negó
y decidió buscar insectos en las inmediaciones; mi persona, en cambio, aceptó
la idea del transportador de la cámara. Allí ha sido donde nos
“alucinamos” Gokú, juntando la energía de los seres vivos en forma de una gran
bola. Justamente cuando empezamos la sesión de fotos, los rayos solares
iluminaron nuestros rostros hasta tal grado que nos empañaron los ojos, de
manera que los cerramos al intentar mirar el cielo. La frescura del líquido
elemento del Shilcayo cedió paso a la ligera calidez del astro
rey. Mi primo y yo tuvimos el ingenio de remedar al héroe animado de Manga,
extendiendo los brazos a los lados, y anhelando poder flotar en el aire como
creo que lo hacen algunos ermitaños del Tíbet o de zonas remotas del
mundo, que espero pronto conocer. Mientras tanto, el portador del
“cementerio de insectos” se empeñaba en su labor.
Tras hacer la sarta de disparatadas, continuamos
inmediatamente la caminata. La ruta se tornó empinada de nuevo,
pero mucho más que los anteriores ascensos. He tanteado que la inclinación
de la subida con respecto a la horizontal supuso unos 50 grados. Tenías que
pisar bien e ir con el cuerpo más adelante para mantenerte recto, además que
debías alzar bastante las piernas e impulsarte con los hombros y brazos para
ayudar en el avance. Nada consumió muy rápido nuestras energías hasta
ese entonces. Por este terreno, parecía que el otoño vino antes de tiempo,
pues las hojas secas cubrían la totalidad del camino y sus derredores. Los
árboles, arbustos y plantas medianas yacían más separados entre sí y de la
trocha. Ninguno filmaba el paisaje ni al grupo. La cámara estaba guardada en el
estuche enganchado a mi cinto, desde que Cayo me la entregó cerca del río,
concluida la payasada fotográfica. Mi frente y pómulos se iban perlando
de sudor, al igual que mi espalda y pecho, que habían estado algo frescos
durante los últimos diez o quince minutos. Limpié las lunas de mis gafas en la
punta de la manga de mi polo, el espacio más seco y liso de toda mi ropa.
Micky andaba al frente y Cayo detrás de este bloggero. Oí las respiraciones de
ambos menos insistentes que las mías. Seguía sorprendiéndome el del final, ya
que inhalaba y exhalaba casi a ritmo normal, como si el ejercicio fuera pan
comido. “Esto me huele mal”, pensé desconfiado. “Nunca de la noche a la
mañana un tipo corriente logra tener un físico envidiable. Eso sólo se ve
en las series o pelis de superhéroes…” Las extrañezas no me
dejaban en paz, así que me fue imposible tragarme la curiosidad, por lo que
volví a preguntar al sospechoso sobre el asunto que me tenía intrigado hasta la
coronilla. Pero, el muy astuto, evadió la interrogativa con el viejo truco de
las tosidas y la carraspera. Receloso, el de adelante giró a mirarme como
diciendo “es un pende… de mie… acabará confesando”. Y
asentí con los labios apretados y el ceño fruncido.
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