Debido
a la crisis mundial del Coronavirus,
el saqueo está siendo la respuesta
de mucha gente pobre en el mundo. La desesperación por tener el sustento
necesario para la vida ha conllevado a la
invasión de bodegas, mercados, supermercados, entre otros establecimientos de
abarrotes. Se ha informado ya de muchos detenidos, encontrándose entre
ellos personas que nunca antes cometieron un crimen. Perú es uno de los países en
donde se registran casos de este tipo a diario.
Para
quien no ha vivido la crisis del hambre en
carne propia sería casi imposible entender el porqué uno llega a
convertirse en “saqueador”, y aunque va en contra del séptimo mandamiento este
acto es producto de la depresión económica del que ningún Gobierno está libre.
Imagen referencial |
Lo
que está sucediendo en estos últimos días es, realmente, muy lamentable.
Por
un momento me pongo en los zapatos de todas aquellas personas que pasan hambre,
porque, en una época determinada, no sólo vi lo que es eso, sino que también lo
sentí, lo viví.
Un
poco como recordar, decidí que a través de estas líneas contarles algo de lo
que experimenté años atrás en mi tierra natal:
Había
ya cumplido la mayoría de edad.
En
casa siempre ha habido un plato de comida para el que lo necesitaba, ya sea
para los que vivíamos en ésta o para los visitantes.
Corría
mi etapa de muchacho callejero, una etapa que apenas duraba para volver de vez
en cuando a ser el chico de casa, el nerd que pasaba horas frente a la
computadora o con los ojos pegados a las páginas de algún libro.
Durante
los primeros meses del 2002 me embarqué al ciclo del típico adolescente que
volvía a casa a la hora que se le antojara, siendo aún dependiente de mis
padres, esto ocasionaba molestias y preocupaciones.
Tarapoto*
es la ciudad donde crecí, y, que después de unos años fuera, regresé nuevamente
con la familia que tanto me extrañaba y por supuesto yo a ellos.
Fue
aquí precisamente donde pasaron estos hechos.
El
Gobierno Peruano, por la época que mencioné, bloqueó el canal comercial de
productores de arroz de la región San Martín, la número uno en cosechas de este
cereal. De la noche a la mañana los arroceros no tuvieron a quién vender su
producto dejando en la más absoluta miseria a las familias involucradas. Uno de
mis tíos, que no diré su nombre por determinados motivos, fue uno de los
afectados.
Yo,
un adolescente curioso, me uní a la causa en favor de los agricultores de mi
región. Algunos primos y amigos, que tampoco mencionaré —bueno, quizá en otra circunstancia—,
formaron parte de esta lucha.
Salíamos
a desfilar en las marchas lanzando nuestras voces de protesta contra el Gobierno
como si nosotros mismos fuésemos también campesinos. Observaba que esto
agradaba mucho a mi tío.
La
ciudad entera se paralizó. Los negocios se vieron obligados a cerrar por
nuestros gritos en contra, arguyendo la falta de apoyo a la gente del campo. “¡APOYEN
AL QUIEN LES DA DE COMER! ¡CIERREN SUS BODEGAS CARAJO!”
La
huelga de hambre se hizo inminente. Si el Gobierno seguía negándose a abrir el
comercio, haríamos que todo el pueblo se levante y si es posible deje de comer
como los campesinos, todo en son de protesta.
Anduvimos
incluso por los distritos aledaños, yo muchas veces sosteniendo una banderola o
golpeando un bombo o silbando un pito. Cuando el hambre nos consumía, algunas
comadres preparaban una “olla común”** en alguna esquina o bajo algún mango. El
único plato de la carta: “mingado”***.
“¡AMARILLOS!”,
gritábamos a los motocarristas que no acataban el paro. Mi tío nos repartía
tachuelas para colocar en las calles y que ningún neumático se salve de los
pinchazos. “Ahora llora, no hay donde parchar”, ese era mi tío con sus chanzas.
Los
enfrentamientos con la policía eran pan de cada día. Pero tampoco era tan
estúpido como para acercarme tanto a ellos y ser alcanzado por una bomba
lacrimógena.
Yo,
a pesar que tenía un almuerzo esperándome en la casa de mis padres, prefería
quedarme con “mi gente”. Sólo regresaba para dormir las noches que ya no soportaba
estar sin un colchón debajo. Mi tío y sus compañeros acabaron siendo nuestros
nuevos líderes, pero mis padres seguían siendo mis padres y no quería que ellos
sufrieran al saber que su hijo pasaba frío además de hambre.
Señalarles
que en Tarapoto las horas nocturnas no son tan cálidas como las diurnas, y en
esos tiempos aún era menos.
Los
días pasaron, las semanas también, más de un mes, poco más de dos meses, y
antes de que todo ese periodo se completara, yo volvía a casa a comer algunas
veces. “Pucha”, me decía. “Creo que volveré a tragarme esa patarashca**** que
preparó mi vieja”.
Los
últimos días de la huelga, volví a unirme a la causa. Muchos de mi generación
habían dejado de apoyar a mi tío. Los arroceros estaban perdiendo la paciencia.
El Gobierno les ponía peros hasta en el mingado.
La
población sanmartinense empezó lentamente a trabajar aún a pese al miedo de que
los agricultores vayan a cerrarles sus tiendas o hacerles regresar a casa. Por
desgracia, la gente del campo poco o nada podía hacer con la gente de la
ciudad, en la que estaba incluida mis padres. Como esto ya no les servía,
optaron medidas mucho más drásticas.
Con
el hambre y la desesperación a cuestas, los agricultores iniciaron su serie de
saqueos en los negocios menores donde sólo tenían fuerza de atacar.
Nunca
olvidaré esa tarde. Claro que no me siento orgulloso de ello. Mis padres me
enseñaron siempre que robar es tan malo como matar. Por esa vez me olvidé de
sus consejos.
Era
una pequeña bodega de abarrotes en la Banda de Shilcayo, un distrito al Este de
Tarapoto, cuando junto con mi tío, dos de mis primos y un amigo, rodeados de
toda la turba de huelguistas, irrumpimos como viles delincuentes a dejar vacío
aquel negocio. Todavía se me viene a la mente la cara de terror que pusieron la
pareja de ancianos cuando veían que les despojábamos de su mercadería.
Por
apoyar a los hambrientos huelguistas, casi mato de un infarto a un par de
viejitos. Les habíamos dejado sin nada, sin ninguna botella de aceite, ni
siquiera un chicle o un caramelo había quedado en sus escaparates.
Mis
padres se enteraron. Había salido en las noticias, pero yo y todo mi grupo
pudimos escapar. Desde ese día no me dejaron salir de casa hasta que la huelga
llegó a su fin cuando el Gobierno al fin accedió a los clamores de los
arroceros y el comercio se abriera a puertas internacionales.
San
Martín volvió a la normalidad. En mi mente, en cambio, siempre ha quedado una
frase que alguien me dijo por ahí: “Huevadas se hacen de muchacho”.
Aprendí
que el saqueo acarrea más problemas que soluciones.
Y
como dijo Gandhi: “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”.
*
Ciudad del Oriente peruano, ubicada en el departamento de San Martín.
**Comida
preparada para un grupo de personas en tiempos de crisis.
***Arroz
endulzado.
****Pescado
asado envuelto en hoja.
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