El 13
de Septiembre de 2008 fue el día programado para salir de caminata con destino
a una cascada que, por capricho de la naturaleza, fue formada por el río
Shilcayo. Pero, más que día programado, fue uno de los días programados;
específicamente, era la tercera vez que acordamos salir en busca de aquella
fresca caída de agua. Tras haber postergado en dos ocasiones debido a las
copiosas y prolongadas precipitaciones, que en estas fechas son un tanto
comunes, el sábado 13 amaneció con las condiciones climáticas adecuadas.
Ya, desde las primeras horas de la mañana, las nubes iban abriendo paso a la
entrada de los rayos solares... Al ver el tinte añil del firmamento desde la
ventana de mi habitación, no lo pensé dos veces e inmediatamente avisé a los
muchachos para que se alistasen. Sin embargo, varios de ellos no podían ir por
diferentes motivos, ya sean de salud u ocupaciones. Otro problema inquietante,
y el que debía ser solucionado cuanto antes para disfrutar de esta actividad
de ecoturismo, era que hasta el momento no habíamos podido conseguir una cámara
digital (que fotografiara y filmara).
A las 8:00
a.m. tuve que insistir a mi desanimado primo para ir a casa de algún
amigo o conocido que nos pudiera prestar el artilugio. Así que a las 8:30
a.m., más o menos, fuimos hasta la casa de uno de sus ex-compañeros de la
universidad. Nos fue imposible conseguir el medio de transporte de mi (en ese
momento) molesto padre —una moto pequeña— para llegar más rápido. Un
poco resentido, me retiré con mi primo de casa y nos dirigimos a pie al
domicilio del joven que nos debería prestar la cámara. Caminamos dos
kilómetros, casi hasta el límite de Tarapoto,
mi ciudad natal, y el distrito de la Banda de Shilcayo, ubicada al
sureste. Esperamos a que nos atendieran y, luego de unos minutos, nos vinieron
con la mala noticia de que el pata no se encontraba en casa.
Felizmente, mi primo se acordó a donde más podíamos ir. Y sin más preámbulos, a
paso ligero, caminamos alrededor de un kilómetro hasta otro domicilio, la casa
de otro de sus amigos, en el distrito de la Banda de Shilcayo... La temperatura
se iba elevando y mis poros empezaron a sudar; y tenía el pecho y la espalda húmedos
hasta que llegué al sitio. Tocamos el portón y, gracias a Dios, nos salió al
encuentro la persona a la que buscábamos. Casi de inmediato, mi primo dijo el
motivo de la visita y segundos después estuvimos aprendiendo el manejo del
aparato, sentados en el sofá de su vestíbulo de entrada o sala principal. Como
ya tenemos experiencia en la manipulación de medios y dispositivos digitales,
no nos tomó más tiempo estar al tanto de algunas insignificantes diferencias en
la ubicación de los botones principales y en el manejo básico del menú de
opciones. Pero, por desgracia, no fuimos tan minuciosos en aprender los
pormenores por el mismo hecho de que el tiempo nos ganaba, pues, si partíamos
tarde a nuestra pequeña aventura, obviamente, llegaríamos tarde; es
decir, después del mediodía, cuando el sol comienza a descender al poniente y
su luz es velada por la copa de los árboles y arbustos de la verdosa Cordillera
Escalera.
Contentos, nos
despedimos del amigo de mi primo y emprendimos el viaje de regreso a casa. Eran
ya más de las nueve de la mañana y estábamos afligidos por
partir, y, antes, tomar desayuno, desayuno indispensable, por supuesto, para
cargarnos de energía suficiente e, indiscutiblemente, tener físico necesario
para el ascenso a los cerros y colinas empinadas. Y mientras nos acercábamos al puente
del río Shilcayo, arteria que une Tarapoto y la Banda de Shilcayo, decidí
que tomásemos un motocarro —medio de transporte que reemplaza al taxi
en la selva peruana—, pues tenía unos centavos en el bolsillo que los
completaría con el dinero que guardaba en el cajón de la cómoda de mi
habitación… Llegamos en la cuarta parte de tiempo de lo que lo hubiéramos hecho
a pie.
Al fin, a las 10:00
a.m., aproximadamente, fue la hora de partida. Sólo fuimos tres las
personas apuntadas para la caminata eco-turística: Cayo, mi primo;
Micky, el primo de otro de mis primos y, palmariamente, el quien escribe.
Cayo y yo llevamos comida y líquido dentro de bolsas de tela que nos prestó mi
madre y Micky. Este último no cargó nada —¡Gran ayuda!—.
A cinco
cuadras de casa, tras saludar a una amiga en una esquina, nos
embarcamos a un motocar para que nos trasladara hasta 400 metros cerca de la
bocatoma del río Shilcayo. El calor en la ciudad iba en aumento, pero a
medida que nos alejábamos del pavimento, una vez ingresado en una angosta carretera
rural, la temperatura se tornaba fresca, oyendo de rato en rato el sonido de
las aguas del río corriendo a través de las piedras. Desde que estuvimos en el
“trimóvil”, empecé a filmar nuestros rostros, el paisaje y a un solitario
hombre de campo que pasó en contra y al costado nuestro. Sin temer la
inminencia de nuestras carcajadas, Cayo mandó saludos con un beso volado a su
pareja. Un cuarto de hora después, el chofer nos dejó en el lugar indicado y le
pagué la suma de 5 nuevos soles. “Ha llegado la hora de estirar las
piernas”, me dije lleno de entusiasmo. Y así fue ni bien bajamos del vehículo.
¡La caminata había dado inicio!... y la hora de lucirnos ante
la cámara, también. Cayo y Micky fueron los primeros. Fue algo gracioso en todo
el transcurso. ¿Dije algo? Lo cierto, es que fue muy gracioso cuando nos
turnábamos en filmar: a veces, uno se adelantaba con la cámara en mano y
grababa el acercamiento de los otros dos como si de una película se tratase,
pero a veces sin poder aguantar la risa y las ganas de pararse frente a la
lente. En ocasiones, me daba el lujo de filmarnos a los tres mientras
caminábamos en plena naturaleza.
Faltando
decenas de metros para llegar a la bocatoma, sucedió un percance
del que me temía desde que conseguimos la cámara. En tanto nos ocupábamos de
pasarnos el artefacto, alguien de nosotros presionó una serie de botones que
desconfiguró el medio de filmación, y lo más seguro, es que fui yo el culpable.
Intentamos corregir entre todos la forma de funcionamiento de la “grabadora de
recuerdos” y afortunadamente, luego de cinco minutos, pudimos dejarla casi como
antes, e indico casi, porque las dimensiones y la calidad del vídeo no quedaron
como cuando comencé a filmar. Empero, de eso recién nos dimos cuenta cuando
revisamos los filmes en la computadora de mi casa. Las consecuencias de nuestra
carencia de minuciosidad en los instantes previos de salir de casa se presentaron
en menos de lo que pensamos.
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