No
demoramos en toparnos con un mermado estanque natural, formado por
la depresión del lecho del río. Deduje que tenía 2.5 metros de hondo como
máximo. Los árboles con ramas menos tupidas que circulaban esta piscina natural
hacían que los rayos del sol penetraran sin demasiados impedimentos a lo largo
y ancho, provocando ligeros destellos como los de gemas pulidas o monedas
bruñidas en la superficie acuosa. Sobre una roca levantada, a la diestra y a
escasa distancia de la orilla, un pilar ruginoso de ripio se erigía mostrando
unas mediciones. Eso me hacía suponer que el Shilcayo años atrás fue
tan profundo, que crecía hasta los números pintados en la columna (en
torno a cuatro metros desde la superficie del estanque). El agua continuaba
su curso por el mismo margen, pero un tanto más regada a causa de la presión de
la acumulación. Por allí fue donde proseguimos, vadeándola sin mojarnos las
zapatillas en unos cortos saltos de piedra en piedra.
Me
acuerdo que dije que Micky no portaba ni una carga. Pues, revisando el vídeo
editado, me di cuenta que estaba equivocado: él llevaba la cámara
letal en sus manos. Y ahora, ¿qué demo… es esa cosa?, se
estarán preguntando muchos. Antes de que saquen conclusiones apresuradas, les
explicaré. Una cámara letal es un envase de vidrio que en su fondo se vacía
veneno cubierto por una capa de yeso compactado. ¿Y querrán saber para qué
es útil? En realidad es que es muy útil; sirve para meter a los
insectos capturados en su interior para que el fuertísimo y apestoso olor de la
ponzoña (y créanme que la fórmula es hedionda de verdad) acabe con sus vidas. ¿Les
parece cruel? No importa si es así o no. La insensibilidad no es lo que
nos impulsa a efectuar esto. Cayo es egresado universitario en la carrera
de Ingeniería Agrónoma y varios estudiantes le solicitan que
busque bichos para sus muestrarios o cajas entomológicas como proyecto final en
ciertas materias. De niño, uno de mis hobbies era la colección de insectos
y arácnidos, y desde esos entonces, simplemente, lo veo como un pasatiempo
sano y educativo, no una brutalidad. Ansío volver a hacerlo. Es maravilloso.
Los invito.
Sería
el colmo que Micky se hubiese negado a colaborar con Cayo en esta sencilla
tarea. No encontré razón para eso. Además le fue agarrando gusto el
coger grillos, escarabajos y diminutos lepidópteros, a cada tramo y
junto a mi primo. Yo sólo me limitaba a observarlos y señalarles a los hexápodos que
se les escapaba de la vista, y en realidad no sé porqué. Creo que el entusiasmo
de llegar a nuestro destino me tenía concentrado, puesto que, y me avergüenza
decirlo, cerca de diez veces he intentado conocer esa cascada, ya
sea en grupo o en solitario (y más en lo segundo). Hace pocos años, los
indicadores del camino brillaban por su ausencia y sólo los campesinos y
conocedores de la zona tenían el mapa en la memoria; ni preguntando
pude llegar, dado que los riachuelos tributarios del Shilcayo me
jugaron malas pasadas. Pero la vez anterior a esta caminata, arribé
solo a la cascada en cuestión, no recuerdo cuántos días o meses atrás, y creo
que nada más que llevando una botella con agua en mi mochila. Ahora
soy consciente de lo ignorante que era y que, aún, lo sigo siendo sobre
la bella naturaleza que se extiende más allá de mi
imaginación, o, debería expresar, más al norte.
Es justo que el lector de esta especie de crónica sepa de la existencia
de otras seis cascadas. ¡Sí! ¡Otras seis cascadas! Caídas de agua
de mayor esplendor que la primera, que, para mi aflicción, todavía no tengo
la dicha de ser testigo. Es mi deseo que usted, sí, usted, el que se pegó a la
lectura de estos posts, conozca estos parajes y experimente una apasionante
aventura en la selva sanmartinense del Perú. Locales, nacionales y
extranjeros salgan de la rutina y, si Dios quiere, vayámonos juntos en busca de
nuevos horizontes; y hagamos como dice el viejo dicho: Preguntando se llega a
Roma. Les adelanto que tengo contacto con gente que se osó por esos
lares. Cualquier consulta podrán hacérmela directamente por este blog y
será un placer responderlas. Quién sabe, tal vez, podamos ir en grupo en
una clase de expedición a cada una de las siete cascadas. Bueno,
antes de reanudar con los hechos de la caminata, compartiré la
pizca de lo que sé —lo que me relataron— sobre estas caídas de agua en el
siguiente párrafo, referente a la historia de una sobrina, hija mayor de una de
mis primas.
Ella,
de nombre Claudia, tenía entre 14 y 15 años cuando, contra su voluntad, se
convirtió en una excursionista escolar. Desde el principio aborreció la idea de
internarse en la espesura del bosque y ser picada por cuanto díptero se le
cruzase, incluso de que le mordiese una víbora o le pillase un calambre por el
exceso de ejercicio. No tenía alternativa. Estaba obligada a obedecer a su
rígido profesor, otro familiar mío y de ella, porque les había intimidado con
reprobarles si se resistían —o tiraban la toalla— de visitar cuatro o
cinco cascadas del río Shilcayo. El hecho de que su maestro fuera
también su tío, no bastaba para ser flexible con ella, debido a que éste no se
“casaba” con nadie. En aquella caminata no había distinción de sexo,
sangre o condiciones físicas. “Una real tortura”, me dijo Claudia mientras
almorzaba en mi casa unas semanas atrás. “Llegar a la primera cascada fue
agotador, pero a medida que las chicas y los cerditos llegábamos a otras dos o
tres de más arriba, nuestras fuerzas nos iban abandonando. Sinceramente, no
comprendo cómo pude regresar a casa. Nunca olvidaré tal sufrimiento (…) Las
siguientes cascadas son más altas, con pozas muy profundas, elevados peñascos y
rodeadas de una frondosa vegetación, de donde temía que saliera algún animal
salvaje y me convirtiera en su platillo principal. Algunos de mis
compañeros se atrevieron a ir hasta las últimas cascadas. Yo, por supuesto, no
pude; no sólo por el cansancio, sino también porque la única forma de seguir
era pasando a nado las aguas del río”, me describió Claudia entre
aspavientos. —Tengan presente que la charla que se escribió acá, es
sólo la esencia, aplicada con términos semi-rebuscados—
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