Luego
de haber hecho un paréntesis en la narración de esta actividad de
ecoturismo, continuaré sin darle más vueltas al caldo. Tras cruzar el río
saltando por las piedras y después que Micky saludara apuntando a la cámara,
empezamos a ascender la primera cuesta mientras el portador del trasto digital
filmaba nuestras caras y pasos. Girando ligeramente en dirección a Micky,
Cayo no se aguantó a sonreír de cerca a la lente, señalándola con un flojo
índice. Yo, detrás y un tanto más arriba, me reía de su pasión de figurar ante
la cámara; me imagino por querer que lo vea su enamorada en una de sus aventuras
en la naturaleza y no con otra mujer, siendo esto quizás una prueba de
su fidelidad. ¡Y vaya que lo creo que es…! Así que seguimos subiendo. También,
el quien escribe no resistió la tentación de voltear la mirada hacia abajo, a
la cola, de donde Micky nos grababa, y agitar sutilmente la mano. A ambos lados
del sendero, todo eran piedras musgosas y vegetación. Micky hablaba algo sobre
un programa de televisión, y de inmediato comenzamos a trotar un breve
instante. Manifestando mis ganas de exhibirme, me detuve de pie sobre una
piedra, mostrando mis pulgares a la cámara en señal de saludo. Un poco
más arriba, la cuesta había terminado y el camino siguió casi al mismo
nivel pero con frecuentes y no tan pronunciadas curvas.
Estoy
acostumbrado a vivir en un ambiente como el de la Cordillera Escalera.
Eso lo diría cualquiera que ha residido la mayoría de su vida en el corazón o
en las inmediaciones de la Ciudad de las Palmeras, Tarapoto, como dije,
mi pueblo natal. Los cientos de miles de hectáreas de selva que
lo rodea son un lugar “acogedor” para el campista de acción. El
sector en el que se sitúan las cascadas tiene menudas diferencias con las de
cualquier bosque del departamento de San Martín. Quizá en esta
parte no haya demasiada biodiversidad tanto en animales como en plantas, pero
la conformación y la vista que se tiene es similar como, por ejemplo, en
los alrededores de Bellavista, Juanjuí y Tocache, al sur de la Región. Mientras
marchábamos, veíamos los árboles y arbustos de casi siempre, los bichos
con los que alguna vez en el pasado me topé, la característica hojarasca que
crujía bajo nuestros pies (suavizándolos cuanto más agua escondía o retenía);
escuchábamos familiares sonidos de aves que raramente teníamos la
oportunidad de ver y que cuando lo hacíamos eran sólo por unos instantes,
batiendo velozmente sus alas en el vuelo, extendiéndolas en picado de aquí para
allá, o con sus delgadas patitas posadas en la punta de una rama (el
aleteo aceleradísimo de los picaflores robaba más de una mirada); y, a veces,
sentíamos un tenue cosquilleo en los brazos, cuello y piernas provocado por el
choque de los “shinguitos” —dialecto en esta parte de Perú—
o mosquitos pequeños. Era extraño observar la tierra seca, la mayoría del
tiempo se conservaba húmeda o mojada, dependiendo de las condiciones
atmosféricas, de la proximidad al río, la cercanía al mediodía,
la altitud la latitud, entre otros factores.
Lamentablemente, si
queríamos avistar mamíferos (monos, armadillos, ardillas, zarigüeyas, e,
inclusive, felinos), se debía caminar una veintena o treintena de kilómetros
más, itinerario que no formaba parte de nuestros planes… aún. Pese a eso,
no se podía estar cien por ciento seguros de si no nos encontraríamos con
animales muy simpáticos o muy peligrosos, pues la experiencia habla por sí
sola. Con respecto a los primeros, me ha sucedido escasas veces, incluso en
tanto regresaba de la bocatoma, a un kilómetro de Tarapoto.
Aquel día mi salud era algo delicada, ya que me dolía el cuerpo y tenía
jaqueca. Mi perro, Darko, necesitaba un paseo y, aunque sufría
de tales malestares, puse la correa al canino y salimos rumbo a la bocatoma. A
la vuelta, cruzamos el río por un momento (Darko iba por sí solo) y exploramos
los límites de unos fundos. Hacía calor ese día. Mi joven mascota,
contenta por sus horas de esparcimiento, caminaba en zigzag bastante
delante de mí, donde a las justas podía vigilarlo. Mi dolor de cabeza hizo que
la levantara al cielo y tomara aire. En esos fugaces segundos, saltando
diestramente por las ramas de un cetico, vi a una grisácea ardilla de gruesa
cola, llevando una baya entre las manos. De sopetón, oí el ladrido de
mi perro y bajé la mirada. El can emprendió una carrera y fue
desapareciendo de mi vista, de modo que lo seguí, profiriendo su nombre. Al
alzar de nuevo, por un soplo, la mirada hacia los árboles, el ágil roedor se
había esfumado. Ésa, fue la única vez en mi vida que vi a una ardilla en
su hábitat natural… Pero, el espectáculo cambia de género
cuando no es un animal dócil y tierno con el que te encuentras. Hallarse
con un ofidio, la situación puede ser riesgosa, porque, por lo común, tus
extremidades tienden a ser presa fácil de una mordedura de serpiente que suele
sentirse amenazada por la invasión de su territorio o por el simple hecho de
estorbarle en su arrastramiento. Felizmente, o debería decir,
lastimosamente —paciencia, que si continúan embutidos en la lectura de mis
demás posts o se vuelvan seguidores de mi “página”, comprenderán mi
naturaleza—, durante la caminata (en grupo) a la primera cascada del río
Shilcayo no concordamos con reptil temible alguno. Apenas con víboras
de treinta centímetros a medio metro de largo, a buena distancia de
nosotros. Eso sí, una de las veces que más peligro corrimos ha sido la mañana
que mi hermano, Juanito, derribó unos sobres llenos de mariposas al
momento que una gran serpiente negra sedosa se lanzó a él, y la
que sólo falló por una pulgada de insertarle los colmillos en las pantorrillas.
Si ese día hubiésemos estado caminando, la pierna de mi hermano se hubiera
convertido en un blanco de veneno, y quién sabe si lo
suficientemente efectivo como para detener sus latidos cardiacos antes de que
lleguemos al hospital. El incidente, en vez de ponernos a los nervios de punta,
nos causó risa a los tres que estábamos de caminata en esa fecha. Toño,
otro primo, era el tercero. Una peripecia más para agregarle a
nuestra lista de aventuras… Pero también existen otros varios
animales, que los amantes del turismo de aventura desearían
arriesgarse a conocerlos “en persona”: arañas, que una de sus
mordeduras, te paralizaría la circulación de tu sangre; gigantescas
avispas del tamaño de bolas de billar, que un picotazo de ellas podría matarte
de dolor; ranas, a las que si te acercas demasiado, te irritan la piel y
los ojos; hormigas, que juntas al ataque son realmente unas fieras; y mucha
fauna más, que los osados estarían en su gloria si se adentran todavía más al
fondo de la Cordillera Escalera.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEidz9LY4OoKurMiLqbA1AAHihNf67NpTXGyjVLws_aZShO2ZriR-nYppxSVVRnDxcw9HO5RQXsnhKWDK05k21kYlzbie_aYbeaJT8nHJuhlVZYrn2ufHaeJtt59C_2yWJjtXL3x4AGvWWDW/s640/Cayo+y+Micky+saltando+por+las+piedras+del+r%25C3%25ADo+un+poco+m%25C3%25A1s+arriba+de+la+bocatoma.jpg)
Y quién dijo que tener un poco de acción en tu vida cuesta mucho dinero. El punto es cómo lo sepas hacer. A veces, actividades tan simples como andar por los alrededores de una corriente de agua resultan mejor de lo que se pensaba a un principio. Una caminata por las márgenes del río Shilcayo no está nada mal cuando la disfrutas con tu gente. Eso aconteció con nosotros a mediados de Septiembre del año anterior, entre risas y bromas de rato en rato. Mi primo Cayo, Micky, y yo, ahora con la cámara en mano, vivíamos plácidamente las horas de ecoturismo, sin molestarnos con vaciar nuestras billeteras. Y a los que les gusta la aventura —que es también mi caso, claro— podrán expresar la vieja y conocida frase: “La felicidad no tiene precio”. Y es que, desde inicios del siglo pasado, se cuenta con tecnología cada vez más avanzada para guardar y/o congelar esos momentos en los que el corazón siente placer o júbilo. Mi persona, culminando la fila, portaba uno de esos cacharros, que, debo reconocer, son uno de los más grandes inventos que ha podido crear el hombre: la cámara, tanto fotográfica como filmadora. Cayo iba al frente, Micky al medio y yo, como dije, en la retaguardia. Grabé sus espaldas y luego el perfil derecho de mi rostro. “¡Qué chiste! Esto de estar auto-filmándome ya se hizo costumbre”, creo que pensaba. Supongo que, el que menos habrá hecho esto.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEidz9LY4OoKurMiLqbA1AAHihNf67NpTXGyjVLws_aZShO2ZriR-nYppxSVVRnDxcw9HO5RQXsnhKWDK05k21kYlzbie_aYbeaJT8nHJuhlVZYrn2ufHaeJtt59C_2yWJjtXL3x4AGvWWDW/s640/Cayo+y+Micky+saltando+por+las+piedras+del+r%25C3%25ADo+un+poco+m%25C3%25A1s+arriba+de+la+bocatoma.jpg)
Y quién dijo que tener un poco de acción en tu vida cuesta mucho dinero. El punto es cómo lo sepas hacer. A veces, actividades tan simples como andar por los alrededores de una corriente de agua resultan mejor de lo que se pensaba a un principio. Una caminata por las márgenes del río Shilcayo no está nada mal cuando la disfrutas con tu gente. Eso aconteció con nosotros a mediados de Septiembre del año anterior, entre risas y bromas de rato en rato. Mi primo Cayo, Micky, y yo, ahora con la cámara en mano, vivíamos plácidamente las horas de ecoturismo, sin molestarnos con vaciar nuestras billeteras. Y a los que les gusta la aventura —que es también mi caso, claro— podrán expresar la vieja y conocida frase: “La felicidad no tiene precio”. Y es que, desde inicios del siglo pasado, se cuenta con tecnología cada vez más avanzada para guardar y/o congelar esos momentos en los que el corazón siente placer o júbilo. Mi persona, culminando la fila, portaba uno de esos cacharros, que, debo reconocer, son uno de los más grandes inventos que ha podido crear el hombre: la cámara, tanto fotográfica como filmadora. Cayo iba al frente, Micky al medio y yo, como dije, en la retaguardia. Grabé sus espaldas y luego el perfil derecho de mi rostro. “¡Qué chiste! Esto de estar auto-filmándome ya se hizo costumbre”, creo que pensaba. Supongo que, el que menos habrá hecho esto.
Segundos
después, volvimos a detenernos, ahora en torno a un arbusto de tallo delgado.
Allí reposaban un escarabajillo marrón de patas negras, una mariposa
parda con manchas circulares grises y blancas, y un par de insectos más. En
el suelo, creo que había unos grillos, de entre los cuales recogieron
una especie que es común en la Cordillera Escalera, un grillo verde con las
patas y la espalda rayadas de negro y amarillo que al saltar abre un tipo de
alas blancuzcas, que daba la impresión que era una polilla. La población de
aquellos ortópteros es regular por estos lares y quizás sean un ejemplar
único y/o nativo en la selva sanmartinense —Si hay algún lector que me
lo haga saber, agradecería bastante su colaboración—. Como ya detallé, los
muchachos metían a los pequeños seres vivos en el interior de la cámara
letal para su selección a ser pinchados en el muestrario,
correctamente clasificados en sus respectivos órdenes taxonómicos.
Y
escribiendo esta última oración, acabo de recordar una broma (o joda) de todos
los días en territorio peruano, en unos pueblos más que en
otros. En Perú, a los hombres con gustos de mujeres solemos llamarlos también
mariposones o mariposas, esto incluye a los medios maricas, y hasta a cualquier
varón que se le quiera fastidiar. Mi primo es el blanco en este caso último.
“Vamos a necesitar una lanza en vez de un alfiler, y una plancha de dos metros
cuadrados, además de litros de formol y un cartel con tu nombre, para exhibirte
en el laboratorio”, no me canso de molestar a Cayo, naturalmente, refiriéndome
a él como un lepidóptero. Esa mañana no fue la excepción. Como
se dan cuenta, queridos lectores, en mi página (blog) comparto (y
lo seguiré compartiendo) los pormenores de mis salidas turísticas,
eco-turísticas, de aventura y ecológicas, teniendo fe que les divierta, ya que
pondré todo de mi parte por redactarlo de forma entretenida. Aquellos que
les cae tedioso enterarse de lo que se narra en un montón de líneas de texto,
les pido que, siquiera, intenten finalizar con este tipo de crónica, compuesta
en fracciones. Al concluir, espero sus comentarios o críticas, que serán
bienvenidos mientras no contengan palabras soeces (insultos o groserías),
entretanto sean críticas constructivas y guasas sanas no lo pensaré dos veces
en aceptarlas. Desde Tarapoto, la Ciudad de las Palmeras, en la
selva peruana, un amigo más para ustedes que estará encantado de difundir el
turismo a todos los países del mundo, a modo de contribuir con mi grano de
arena en la salvación de, por hoy, nuestro único hogar en el infinito Universo.
En pleno siglo XXI, al ritmo que decae espiritualmente la humanidad, para
millones sonará cursi si les digo que “amen a la Tierra”, y,
ciertamente, con verdadero orgullo y sin más rodeos, ése es mi mensaje: “¡Amen
a la Tierra, benditas sea su madre!”… Después de esta impetuosa perorata,
no piensen que soy un santo o, por lo contrario, un desquiciado; pues para
llegar a ambos estoy demasiado lejos como para al menos divisarlos. Sólo
soy alguien que siente especial preocupación por el medio ambiente que ansía
que el resto lo imite, y que ha encontrado a Internet como el mejor de los
medios informativos para lograr esta META. Y, ¿qué tal? ¿Cómo sonó…? ¿Chévere…?
Así lo creo, hermanos. Y están en toda la libertad de seguir tachándome de
presuntuoso, puesto que cada uno ha nacido con cierta capacidad para derivar
sus propias conclusiones. Pero ese no es el punto… lo que quiero es que nadie
se aburra con las historias (de la vida real) de un enamorado de la
naturaleza.
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