Fuimos
todos menos ahorrativos a la hora de filmar. En ese momento ignoramos el estado de la
batería, además el indicador de energía de ésta recién aparecía cuando estaba
baja, sólo unos segundos antes de apagarse por completo el aparato. Eso lo
comprobaríamos en instantes críticos, justo cuando más se requería la captura
del escenario central en el que pensamos figurar cuales jóvenes
aventureros. Pero no saltaré ni me desviaré de la secuencia de los eventos,
aunque creo que ya dejé una pista más que evidente como para que se armen el
ambiente ése en la mente. La cámara no contaba con baterías de repuesto.
El amigo de mi primo nos había provisto de una sola con su respectivo
cargador, al que lo guardé en casa y lo usé antes de retirarme al encuentro de
la primera cascada del río Shilcayo. Lo mantuve conectado hasta el último
minuto bajo el techo de mi vivienda. Supuse que la energía duraría muchísimo; hasta
que sobraría estando arribando a casa. De nuevo el descuido sería
nuestro rival más grande en el logro total de los objetivos en la caminata,
si bien en la cima del mirador y más adelante éste merodeaba a la sombra de
cada uno, esperando el momento oportuno para perjudicarnos con sus efectos.
Ojalá no haya sido algo poético al expresarme de ese modo. ¡Nah…! ¡Qué
va…! En fin, sé que pocos han realizado actividades de turismo o
ecoturismo sin sobrellevar percances o contratiempos. Le
puede pasar incluso a un veterano de las expediciones, ya que nadie es
perfecto, sólo el Jefe que está en todas partes (depende como CREAN, mis
amables lectores). ¡Ajá…! Y eso me recuerda a la inconclusa frase del
escritor y periodista español J.J. Benítez, autor de los controvertidos
Caballos de Troya y una pila de libros sobre el fenómeno OVNI: “El hombre
propone…”
Al
descenso del mirador, Cayo hacía las veces de camarógrafo hasta que Micky y yo
llegamos a tierra. Él venía arriba, lentamente, apuntándonos con el pequeño
equipo. En el ínterin, nos tomó una espontánea foto en la primera plataforma.
Me dijo que le inmortalizara con una imagen desde el suelo, cuando se
encontrase a mitad del tramo de la escalera del inicio. De manera que,
todavía encendida, me lanzó la cámara con cuidado a través de la ventanilla del
piso. La atrapé, la puse en modo fotográfico y, después de que mi primo (algo
serio) se colocara correctamente, presioné el botón principal. “Saliste medio
ceñudo, cholo”, comenté. “¡Hoy sí, no perdamos más tiempo y vámonos
de prisa a la cascada del río Shilcayo!”, me dirigí con entusiasmo
a ambos.
Con
la cámara metida en su estuche, el grupo reemprendió la marcha a paso
redoblado y con más ánimos de llegar a nuestro destino. Sólo los
insectos —los más grandes y coloridos— nos detenían por unos
instantes, a la “espera” de que mis compañeros los sentenciaran a la cámara
letal. Ah, claro, aparte de los hexápodos, las fotos y grabaciones,
como les conté, seguían siendo nuestra debilidad. A cincuenta o cien metros
de cruzar otra vez el Shilcayo, hubo una enésima escena fílmica en
la que Micky poseía el dispositivo. Ésta, empieza con imágenes del camino
cubierto de hojarasca y algunas plantitas, con una roca “alfombrada” de musgo y
coronada con hojas trifoliadas de una —para mí— desconocida especie. La luz
solar daba mediocremente. De forma pausada, Micky fue subiendo el ángulo, hasta
que se vieron unas raíces sobresalientes, seguido de nuestros pies y piernas
(de Cayo y míos), y el resto de nuestros cuerpos, con un elevado y desteñido
árbol por detrás, mientras saludábamos parados en las raíces del mismo.
Desaparecimos de la toma, puesto que el filmador iba enfocando ascendentemente
hasta la copa, tal y como se lo exigí antes, para obtener unos buenos cuadros
con estilo profesional… o próximo a eso. En el vídeo editado, la escena se
abre con la transición sierra a los costados, y escribí “Un gran árbol” al
comienzo.
Luego
de que el camarógrafo hiciera una toma del techo del bosque, bajó el ángulo
para filmarnos mientras reanudábamos la caminata, pero algo nos detuvo de
repente. El frasco de mermelada había quedado atrás, apoyado en una raíz del
árbol. El encargado del objeto retrocedió a juntarlo grabando todos sus
movimientos. Antes de reemprender la ruta, levantó el “cementerio de
insectos” al nivel horizontal de la cámara. Más allá, mi pariente se
iba sin voltear a mirar, en tanto yo me ubiqué cerca y a la izquierda de la
lente, retirándome y alcanzando a Cayo cuando el trasto fue apagado por su
portador que terminó filmando el suelo. Y de esa forma seguimos otra vez
en corta fila india. No transcurrió mucho hasta que pasamos de
largo —pero fotografiando rápidamente el lugar— un espeso ramal que se extendía
en diagonal a la siniestra. Sujeto en el tallo carcomido de un arbusto que
yacía al inicio de este caminillo, un letrero rectangular pintado de
blanco soltaba una advertencia escrita con caracteres negros: “¡ALTO! PROPIEDAD
PRIVADA- PROHIBIDO EL INGRESO SIN AUTORIZACIÓN- TAKIWASI. GRACIAS…” Ya
sabíamos a donde o con quien nos encontraríamos si tomábamos esa trocha. Desde
niños —con excepción de Micky, que se enteró cuando vino a vivir en Tarapoto—
nuestros padres nos contaron que el Takiwasi es un centro de rehabilitación de
drogadictos (en su mayoría extranjeros) a base de medicina natural.
Éste tiene sus oficinas y algunos ambientes recreativos en el barrio
Suchiche de la Ciudad de las Palmeras, y su zona ecológica al final de la
ruta que empezaba en el rótulo de advertencia.
0 huellas:
Publicar un comentario
Deja tu huella y sabré que alguien pasó por aquí...
No se publicarán comentarios fuera de la temática del blog, ni mensajes que sólo tengan como interés hacer publicidad, o que contengan agresiones o insultos de cualquier tipo.
Además, no es necesario que escribas el mismo comentario; éste será aceptado o rechazado una vez sea revisado: