Tras ingerir el H2O a nuestro organismo —¡vaya con eso de la Química!— sabía que debía de filmar el avance de los muchachos. Individualmente, me sentí obligado a hacerlo. Así que les dije que se ubicaran como si fuera a grabar una película de aventuras en la jungla o una escena en la que un grupo de jóvenes están a punto de vivir sucesos inesperados. Cayo se puso detrás de Micky, y yo detrás de él, un tanto a la izquierda debido a lo curvado de la ruta. Por ese lado, desde el borde del sendero, todo era una pendiente que se inclinaba cada vez más y una crecida vegetación en la que las espinas y la eterna hojarasca no faltaban. Si alguno de nosotros cometía la bestialidad de tropezarse y se cayera por aquel costado, se hubiese dado un buen y doloroso revolcón, en el que los golpes y las pinchadas serían la tortura general. Para alivio, eso no pasó. ¡Qué digo! Ni que resultara gran cosa. Ya es muy común para mí y mis camaradas transitar por este tipo de trochas. Si no nos caímos antes, porqué justamente íbamos a caernos ese entonces. “Ni que fuera bruto para irme abajo”, expresó con desdén el de la cámara letal. “Cuando te propine una patada, ya serás uno”, le dijo mi primo. El primero volteó temeroso a mirar las canillas y el rostro del bromista, el que, riéndose y hurgándose la nariz, dijo en voz alta: “¡Te tragaste el cuento, ratón Mickey!”.
“¡Ya
cállense!”, bramé después de que les oyera conversar un minuto más. “Cuenta
regresiva para filmar: Tres, dos, uno… ¡acción!”. Todos comenzamos a caminar.
Ellos estaban fuera de cuadro cuando presioné el botón respectivo de vídeo,
pues de esta forma creí conveniente iniciar la escena. No es por halagarme,
pero creo que tengo dotes en ejercerme como director de cine o de miniseries.
Con la vista en el barranco, lentamente giré la cámara hacia los caminantes que
doblaban una curva de apenas cincuenta centímetros de ancho aproximadamente.
Les seguí recién cuando no los pude ver y apagué el aparato al ponerme a la
par. En la siguiente escena, medio estadio arriba, llegábamos a la parte más
elevada del camino, y la lente lo dirigí primero al suelo, mientras seguía
dando pass a compás aceptable. A medida que subía el ángulo de la cámara, los
chicos aparecían gradualmente en la toma: sus pies, piernas, espalda, brazos, y
finalmente, la zona posterior de la cabeza. La cota de la senda estaba a
unos palmos más; de ahí, descenderíamos hasta encontrarnos otra vez con el río
Shilcayo, y vadearlo como parte de seguir la ruta. Entre tanto,
el quien escribe no dejaba de filmar a los muchachos y el terreno por el que
andábamos. El camino se había ensanchado el triple y avanzábamos sin más
cuidado, pensando que hasta uno o dos de nosotros podíamos caber a bordo de una
Harley-Davidson (pero sólo conduciendo hasta la cima). Pasando por un costado
de una piedra cubierta de plantas parásitas en mitad de la vía, me grabé el
perfil de mi cara (no apta para cardíacos). De pronto, delante de mí, Cayo
retrocedió y se agachó a coger un insecto que casi se le escapó de la vista y
que movía las antenas posado en el peciolo de una hoja roída. Raudamente lo
filmé y me acerqué. Micky también lo hizo, luego de que mi primo lo llamara ya
con la mantis religiosa sujeta del tórax con sus dedos. Aquella si era un
ejemplar hermoso, puesto que su color verde claro refulgente al Sol y su panza
amarilla como yema de huevo no tenía que envidiar a los demás predicadores de
diferentes hábitats del mundo. Y para
eso están los insectarios: para apreciar a los insectos, valga la redundancia.
La mantis no demoró en asfixiarse con el veneno de la cámara letal. Sus
pataleadas en el vidrio dejaron de ser filmadas por mi persona, y algo me decía
que la muerte del hexápodo tropical sería cuestión de segundos. Acerté. Boca
arriba y con las patas ingrávidas, la pobre infeliz quizá fue demasiado vieja
para resistir como los otros bichos, que incluso algunos estaban agonizantes.
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