14 octubre 2009

Publicado octubre 14, 2009 por con 0 comentarios

Caminata a la Primera Cascada del Río Shilcayo- Parte XII



Antes de que el camino se nivelara y descendiera, Cayo solicitó que hagamos una pausa y posáramos para unas fotos, empezando por éste, mientras hacía como si diera unos trancos y después en otras posiciones. La última imagen que le capté en ese sitio ha sido junto al otro, parados sobre las hojas secas, en un extremo de la trocha. Posteriormente le pedí que me fotografiara tres veces, apoyando la espalda en el tallo de una palmera de monte, y una cuarta en compañía del tercero, entre dos arbustos, en los cuales las ingeniosas termitas construyeron sus vías de tierra en torno a sus troncos. Luego de esta sesión de figureo, nos pasamos la botella con agua que saqué del bolso que llevaba para refrescar nuestras gargantas. A estas alturas, no es necesario decirles cuál fue mi ración; eso suponiendo que han leído esta aventura desde la primera palabra. Si no lo hicieron, dentro de ustedes está la decisión. Este sitio en la Red mostrará al turismo desde una perspectiva que difícilmente se ve, o que raras veces los bloggeros se atreven a presentar. Es por eso que el autor, busca la originalidad en todo lo que pueda, con el propósito de entretener a los lectores y visitantes, ustedes que ojalá se estén divirtiendo con la crónica de un chiflado más, que incursiona en la loca carrera de ganarse el gusto de las masas… Y ahora —entes conformantes del hervidero ciberespacial—; prosigo.

Tras ingerir el H2O a nuestro organismo —¡vaya con eso de la Química!— sabía que debía de filmar el avance de los muchachos. Individualmente, me sentí obligado a hacerlo. Así que les dije que se ubicaran como si fuera a grabar una película de aventuras en la jungla o una escena en la que un grupo de jóvenes están a punto de vivir sucesos inesperados. Cayo se puso detrás de Micky, y yo detrás de él, un tanto a la izquierda debido a lo curvado de la ruta. Por ese lado, desde el borde del sendero, todo era una pendiente que se inclinaba cada vez más y una crecida vegetación en la que las espinas y la eterna hojarasca no faltaban. Si alguno de nosotros cometía la bestialidad de tropezarse y se cayera por aquel costado, se hubiese dado un buen y doloroso revolcón, en el que los golpes y las pinchadas serían la tortura general. Para alivio, eso no pasó. ¡Qué digo! Ni que resultara gran cosa. Ya es muy común para mí y mis camaradas transitar por este tipo de trochas. Si no nos caímos antes, porqué justamente íbamos a caernos ese entonces. “Ni que fuera bruto para irme abajo”, expresó con desdén el de la cámara letal. “Cuando te propine una patada, ya serás uno”, le dijo mi primo. El primero volteó temeroso a mirar las canillas y el rostro del bromista, el que, riéndose y hurgándose la nariz, dijo en voz alta: “¡Te tragaste el cuento, ratón Mickey!”.


“¡Ya cállense!”, bramé después de que les oyera conversar un minuto más. “Cuenta regresiva para filmar: Tres, dos, uno… ¡acción!”. Todos comenzamos a caminar. Ellos estaban fuera de cuadro cuando presioné el botón respectivo de vídeo, pues de esta forma creí conveniente iniciar la escena. No es por halagarme, pero creo que tengo dotes en ejercerme como director de cine o de miniseries. Con la vista en el barranco, lentamente giré la cámara hacia los caminantes que doblaban una curva de apenas cincuenta centímetros de ancho aproximadamente. Les seguí recién cuando no los pude ver y apagué el aparato al ponerme a la par. En la siguiente escena, medio estadio arriba, llegábamos a la parte más elevada del camino, y la lente lo dirigí primero al suelo, mientras seguía dando pass a compás aceptable. A medida que subía el ángulo de la cámara, los chicos aparecían gradualmente en la toma: sus pies, piernas, espalda, brazos, y finalmente, la zona posterior de la cabeza. La cota de la senda estaba a unos palmos más; de ahí, descenderíamos hasta encontrarnos otra vez con el río Shilcayo, y vadearlo como parte de seguir la ruta. Entre tanto, el quien escribe no dejaba de filmar a los muchachos y el terreno por el que andábamos. El camino se había ensanchado el triple y avanzábamos sin más cuidado, pensando que hasta uno o dos de nosotros podíamos caber a bordo de una Harley-Davidson (pero sólo conduciendo hasta la cima). Pasando por un costado de una piedra cubierta de plantas parásitas en mitad de la vía, me grabé el perfil de mi cara (no apta para cardíacos). De pronto, delante de mí, Cayo retrocedió y se agachó a coger un insecto que casi se le escapó de la vista y que movía las antenas posado en el peciolo de una hoja roída. Raudamente lo filmé y me acerqué. Micky también lo hizo, luego de que mi primo lo llamara ya con la mantis religiosa sujeta del tórax con sus dedos. Aquella si era un ejemplar hermoso, puesto que su color verde claro refulgente al Sol y su panza amarilla como yema de huevo no tenía que envidiar a los demás predicadores de diferentes hábitats del mundo. Y para eso están los insectarios: para apreciar a los insectos, valga la redundancia. La mantis no demoró en asfixiarse con el veneno de la cámara letal. Sus pataleadas en el vidrio dejaron de ser filmadas por mi persona, y algo me decía que la muerte del hexápodo tropical sería cuestión de segundos. Acerté. Boca arriba y con las patas ingrávidas, la pobre infeliz quizá fue demasiado vieja para resistir como los otros bichos, que incluso algunos estaban agonizantes.

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