A
medida que me dirigía hacia el paradero de combis (vehículos
de uso comercial para el transporte de mercancías o de 15
pasajeros aproximadamente), las nubes se fueron evaporando con el calor de
los rayos del Sol, hasta que éste se hizo notar claramente. Era ya casi
seguro que en Tarapoto no llovería, pero en Moyobamba y Calzada las
condiciones climáticas podrían ser diferentes, puesto que a comparación de mi
pueblo natal, se localizaban a más de 800 m.s.n.m., y no en torno a los
300. Y digo “en torno” porque Tarapoto está asentado sobre un área
inclinada. Para ir a la mencionada terminal terrestre, debía de bajar
bordeando el barrio Huayco por la zona noroeste. Así lo
hice a paso firme hasta cuadra y media antes de llegar a la parte
trasera del paradero, por una solitaria calle, a excepción de un anciano
que dormitaba en una esquina. Mis tíos viven del otro lado, es decir, en la
calle paralela a la que me hallé, y no quería que me vieran tomando una combi
que hacía ruta a un lugar que no le dije a mi madre. Mi tía, en especial, sale
a esas horas para encaminarse a mi casa y ayudar en la venta de comidas. Si me
veía ingresar por la entrada principal, estaba perdido. Se suponía que
iba a trabajar al sur, y no al norte a hacer senderismo. “Es un sitio
perfecto para cambiarme de ropa”, murmuré mientras me detenía en mitad de la
calle sin asfaltar. A mi derecha, había un domicilio con paredes
elevadas en la puerta. Allí, siempre con la mirada atenta a mi
entorno, me mudé de ropa en un santiamén. Pero algo iba mal: una
espina me picaba en la nalga. Sí, lectores y visitantes: en la nalga. ¡Y no
se burlen…! De manera que no tuve más remedio que bajarme los pantalones
y retirar la molestia que había traspasado la tela, quizás cuando me
senté en el pasto días atrás. Justo en ese instante, se abrió la puerta
de la casa y salió una joven tal vez un poco menor que yo. Lo que escuché
de inmediato fue un grito mezcla de susto y vergüenza, seguido por una
risita divertida. Supongo que con la cara tan roja como un tomate, la
mochila al hombro y el pantalón a medio abrochar, emprendí una veloz
carrera hacia el paradero. Detrás, frases como “qué lindo trasero” o
“por qué tanta prisa”, me sonrojaban aún más, deseando nunca volver a ver a la
chica o que perdiese la memoria. Felizmente, hasta la fecha no me
encontré con ella. Debe pensar que soy un depravado.
Con
la frente perlada de fluido salado (sudor), más por la vergüenza que por la
huida, llegué a la terminal. Antes de entrar a través de los
portones posteriores, abiertos de par en par, volteé la vista por unos
segundos. Aparte de la muchacha, un niño y un señor me veían de lo
lejos. Espero que no hayan distinguido mi rostro. Al sitio donde
entré a abordar la combi se llama ‘Empresade Transportes y Servicios Turísticos Selva SA’, y se ubica en el
Jr. Alfonso Ugarte cuadra 11. Allí encontrarás una flota de
vehículos que realizan rutas a determinados pueblos y ciudades del departamento
de San Martín y poblados aledaños al norte. El costo del pasaje de
Tarapoto a Moyobamba es de sólo 10 nuevos soles, o sea, alrededor de
2.5 euros o 3.5 dólares. Un sencillo para cualquier extranjero
de Europa o Norteamérica. Lo barato que
cuesta trasladarse algo más de 100 kilómetros en ciertas regiones de Perú,
esto depende mucho del estado de las carreteras y del tipo de movilidad a la
que te subes. En este caso, según mi clasificación, las combis están
dentro de la penúltima categoría; en la de última están comprendidas las
“camionetas chatarras” que transportan a la gente como si de ganado se
tratase, tan apretujada e incómoda que algunos se van casi colgados de las
barandas, incluyendo mujeres y niños. Las “categorías de primera” o las
más caras, las irán conociendo en futuros posts relacionados al turismo en mi
país. Y antes de seguir con el relato de mi inminente actividad de
senderismo al morro de Calzada, les digo una cosa: Viajar como
reyes no tiene nada de emocionante, y no hay aventura sin peligro.
Una
vez en el interior de la combi, me coloqué al final de la fila de
asientos, al lado izquierdo. El chofer arrancó el vehículo luego de
que todos los pasajeros pagamos la cuota y nos “acomodásemos” en apretados
espacios: bebés en las faldas de sus madres, campesinos con las alforjas en
el regazo, estudiantes y viajeros (como yo) con las mochilas sobre los muslos,
y hasta algunas gallinas (que no cupieron en el corralito sujeto al techo)
yacían en el suelo con las patas atadas. Saqué mi celular, un bolígrafo y un
papel del bolsillo chico de mi mochila, y tomé nota de lo sucedido
hasta ese entonces. El móvil me era útil para verificar la hora. Me afligía
que el adolescente sentado a un costado observase lo que hacía, por lo que
cubrí con una mano las palabras que iba escribiendo. Me fastidia
bastante cuando interrumpen mientras escribo.
La
combi se puso en movimiento exactamente a las 7:25 a.m. Subió hasta el jirón
Orellana y salió de frente a la carretera Fernando Belaúnde
Terry- Norte, por el puente del río Cumbaza, en el distrito
de Morales. A tres kilómetros nos paramos en una estación gasolinera a la
diestra de la vía, y esperamos unos minutos hasta que llenaran el tanque del
vehículo. A ese rato, el sol comenzó a calentar la mañana con
mayor ahínco, dado que las nubes se apartaron o esfumaron por los
cerros del horizonte. El medio de transporte recorría la Belaúnde a
un promedio de 55 km/h; y a pesar de que entraba aire por las ventanas, el
bochorno invadía a cada pasajero. No tardó en llegar a mis narices fétidos
olores corporales. “¿Que aquí nadie usa desodorante?”, pensé. Es por eso que
abrí todavía más la ventana de vidrio para sacar un poco el rostro y apaciguar
el hedor reinante. Para mi alivio, algunas personas fueron descendiendo
de la combi en sus respectivos pueblos, localizados a mitad del camino.
Así, la temperatura se hizo menos asfixiante y había más espacio para estirar
las piernas. Durante el viaje de esa mañana, habrán salido como
una docena de pasajeros e ingresado 2 o 3.
















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