El 7 de Noviembre de 2009, a eso de
las once de la mañana, bajo un ardiente y sofocante sol, descendía
con un poco de prisa por unas zigzagueantes escaleras. Sin aún con ganas de
hacer algo especial, me dirigía al puerto de Tahuishco, principal
puerto fluvial de la ciudad de Moyobamba,
departamento de San Martín (Perú). Minutos atrás que salí del local
donde se desarrollaba el XIV
Festival de la Orquídea 2009, ubicado —en esos momentos— arriba y a
espaldas de mí, en el mirador turístico (y boulevard a la vez) de Tahuishco.
Mientras más cerca veía a las pardas aguas del río Mayo, más me
provocaba tirarme de la orilla. La bajada de las gradas de concreto no fue tan
corta como pensé, y cuando llegué a la ancha calle horizontal que acababa en el
borde del agua, tenía el cuerpo tan empapado de sudor que me saqué el polo para
exprimirlo. Antes había pasado debajo de una gigantografía sujeta de
dos postes de luz que daba la bienvenida al puerto de Tahuishco y a cierta
distancia de unos restaurantes (a la derecha) y unos tambos al aire libre
donde vendían comida regional (a la izquierda).
En el puerto de Tahuishco había
como una docena de botes atados con sogas en sendos palos clavados en
el barro semi-seco de la orilla. Algunas de las embarcaciones tenían techo,
ya sea de hojas de palmeras secas o de madera. Todos los botes que vi,
se deslizaban por motor. Los más grandes permanecían flotando al pie
de unas gradas que terminaban en el canto del agua. En uno de ellos
colocaron banderines sobre su techo, la del Perú era
el de mayor tamaño; detrás había la de países de distintos continentes. Entre
aquellas aprecié uno de Japón, Argentina y Francia. En cuanto al
otro bote, éste pertenecía al Hotel
Puerto Mirador, que tiene sus ambientes en la misma ciudad de
Moyobamba. Quizá el primer bote también era propiedad del mencionado centro
de servicio habitacional. No estoy muy seguro de eso. Tal vez si en esos
instantes hubiesen estado turistas o huéspedes a bordo de
ambas naves, lo hubiera comprobado. Más tarde, ya paseando por el río, sólo me
cruzaría con la embarcación que mostraba el nombre del hotel con su logo al
costado (una mariposa)… Las orillas del Mayo estaban casi vacías de
gente. Una o dos veces arribó otros botes con unas cuantas personas.
Recuerdo a un grupo de conversadores uniformados que descendieron a tierra.
Fueron algo de diez obreros con chaleco y casco naranjas que probablemente
venían a almorzar luego de trabajar de la construcción o reparación de algún
reservorio de agua o un canal de regadío. Así lo deduje, dado que a
apenas unos metros de las márgenes del río Mayo, había una gran extensión de
arrozales y demás cultivos que requerían de bastante agua o humedad. Fotografié
y filmé la ribera y los árboles de la costa opuesta. Después, bebí el
líquido elemento de una botella que llevé en mi mochila.
Mientras decidía si zambullirme en las frescas
aguas del río Mayo, oí el llamado de un niño (casi adolescente)
desde uno de los botes medianos. “¡Amigo, le doy un paseíto!”,
gritó alzando los brazos. De inmediato apunté a mi cuello con el índice
estirado, y dije “estoy aguja, chibolo”. Para los que
no conocen el gesto y la jerga, les digo que significan lo mismo: con
nada o poco dinero. Pero el muchacho no se rindió, y siguió
insistiendo, tratando de convencerme de que ser testigo de
los paisajes en torno al Mayo es una experiencia que muchos turistas de
cualquier parte del mundo desearían vivir, hasta el punto de considerarse una
aventura, pese al corto tiempo del paseo y la escasa distancia recorrida.
Confesó que lo más importante de esta vuelta por aguas moyobambinas es la
paz que se siente y el aire puro que se respira, cosa que comprobé ya
que al final quedé atraído por experimentar lo que el jovencillo
prometía. De modo, que sin más titubeos, abordé su bote. Antes,
al estar todavía en tierra, dijo que el “viajecito” sólo me costaría 5
nuevos soles y duraría alrededor de 20 minutos. Iríamos río arriba
hasta unas alturas desde donde se avista el morro
de Calzada; luego daríamos media vuelta. El bote al que me subí
era una embarcación cómoda y conservada, aunque tenía la pintura un poco
descolorida y manchas y restos de fango y moho. No obstante, eso era lo de
menos. Suficiente con que no tenga orificios en el piso.
Cuando pisé por primera vez en el bote,
éste se tambaleó a los lados y el barro de la orilla se vio arrastrado.
“Toma asiento”, dijo el chico. “Espera un ratito, que allí vienen más
pasajeros. Ellos regresarán a sus fundos nomás. Los traigo y
los llevo muy seguido”. Así fue. Después de un minuto, intervalo de tiempo
que aproveché en tomar fotos, filmar y mojar mi cabello, cuatro
campesinos (tres hombres y una mujer) y una señorita con ropa de viajera fueron
ocupando los demás asientos. Un perro también se metió al bote,
jadeando y moviendo la cola. El muchacho subió al último y preguntó si
todos estábamos listos. Los seis asentimos, e incluso el can lanzó un
ladrido. Enseguida, el dueño del bote se paró a un borde de la popa
para prender el motor. Lo logró en el segundo intento. De forma
rápida, orientó la hélice de tal manera que la nave se alejara de la
orilla, y posicionara la proa hacia el frente, en contra de la corriente
del Mayo. El paseo ecoturístico había dado inicio. Era
creo que la quinta ocasión en que me deslizaba en esa clase de transporte
por las aguas de un río o laguna. No dejé de “sacarle el
jugo” a la cámara. Hubiese querido poseer dos en esos momentos. Cuando estaba
grabando vídeo, quería fotografiar, y cuando sacaba las fotos, quería filmar.
¡Qué locura! Al levantarme temprano aquel sábado, ni siquiera me imaginé que
estaría paseando en bote a más de 100 kilómetros de casa antes del
mediodía.
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