La
embarcación avanzaba lento. Nadie tenía prisa. Los campesinos y la
señorita, que al parecer era una familiar, platicaron amenamente de cosas
personales. Las labores en sus terrenos o chacras, por lo visto, estaban
bien cronometradas. Tampoco yo quería que el paseo se acabara en menos
de lo que dijo el muchacho. Íbamos a la velocidad que en lo normal uno
anda en bicicleta. Tras tres minutos aproximadamente de estar en el bote, pregunté
al jovencillo si podía sentarme en la proa para sacar mejores tomas.
“Claro”, contestó. Y, quien escribe, entusiasmado por observarlo todo
desde adelante, se sentó en la punta frontal de la nave, sobre un
tablón. La sensación térmica era inferior de la que sentí bajo el techo de
la embarcación y en el Puerto de Tahuishco. El sol no había
disminuido su fuerza, pero la brisa y la cercanía al agua refrescaron mi
entorno, y para mi deleite, se manifestó un momento de paz y tranquilidad.
El sudor de mi cuerpo y ropa se fue secando de forma progresiva. Por un
tiempo indefinido estuve haciendo cuatro cosas: fotografiando, filmando,
oteando los paisajes, y mojándome los pelos. Ni por un segundo me metí en
la conversación de los demás pasajeros. Era como si no existieran hasta que
la señorita con atuendo de turista me llamó desde atrás. Me
entregó su cámara, pidiendo que les tomara unas fotos. Fue un
cacharro mecánico el que dejó en mis manos, lo que me hizo suponer que vivía
en algún pueblo de por allí, por donde la tecnología aún no llegaba como
en Tarapoto.
Posiblemente, la joven se dio el lujo de realizar un tour turístico o
ecoturístico por el resto de la región San Martín, y en esos instantes
estaba retornando a su hogar. Derivé que su “escapada de casa” estuvo
inmortalizada en casi todo el rollo de la cámara, ya que sólo pude tomar
dos fotos. “Con eso basta, amigo”, dijo. Rogué que el rollo estuviera lleno y
que la cámara no se hubiera dañado. No alcancé ver el indicador de tomas y la
chica de inmediato se puso a hablar con los campesinos, sin hacer el
clásico apiñamiento para ver la pantallita del artilugio fotográfico,
puesto que —como se los dije— éste era el de los “antigüitos”.
El
bote seguía deslizándose a la misma velocidad y las nubes del cielo se fueron
abriendo más, cubriendo de rato en rato la cara del astro rey.
“Creo que ya es hora de tener también una foto en este lugar”, hablé entre
dientes. Así que disparé el flash varias veces a mi rostro, pero al
final, ninguna de las imágenes me gustó tanto como realmente deseaba. Si no
se veía bien el ambiente de los alrededores, las fotos no tenían
mucho sentido, aparte de que las facciones del autor de este
blog, de cerca asustan a cualquiera. Y por lo que, mi siguiente movimiento
es lo que todos ya suponen: Pedir a la joven que me devuelva el favor. Sentado
en la proa y dando la espalda al horizonte que se extendía río arriba, la
muchacha me tomó una excelente foto ecoturística, un cuadro más en la bella
Amazonía peruana, en mi hermosa selva que esconde miles de
aventuras.
La
corriente del río Mayo se mantenía parsimoniosa,
buena para cruzar a nado de punta a punta sin ningún problema. Desde que fui
fotografiado, transcurrió poco hasta que llegamos a detenernos unos
minutos cerca a una plataforma flotante que servía de transporte de un extremo
a otro del Mayo, y la cual se deslizaba mediante la fuerza del agua con la
ayuda de un sistema de cuerdas y poleas. Había visto un ingenio similar
antes en la misma región San Martín. Encima de estas plataformas
incluso se hacen pasar vehículos, tales como autos y motocicletas. Y
justamente, a la hora que el bote se paró en la orilla del río, un
joven descendió de la balsa cautiva conduciendo su moto y un señor levantando
su saco con arroz. Éste último se aproximó al bote para ayudar a bajar una
carga que los campesinos pusieron a su responsabilidad. Por un pelo no
dejamos al perro que se había bajado de la nave fluvial para revolcarse en la
orilla. Éste se lanzó al río, y su amo y yo le subimos al bote agarrándolo
de las patas… En tanto seguimos el paseo, al menos para mí, porque
para los demás pasajeros era una “actividad” cotidiana, fui
divisando cada vez más ancho y elevado al más famoso cerro de todo
el Altomayo, el morro
de Calzada, que hace meses atrás lo escalé en tiempo récord. Les invito
a leer aquella aventura; sólo tienen que cliquear en el
último link que habilité. Así como viajar en bote durante unas
horas hasta lo profundo del bosque del Altomayo (la dirección a éste
es por la que iba esa mañana), practicar trekking en el morro de
Calzada también es una aventura llena de emociones. Lo primero espero
consumarlo este 2010. Dios quiera que no sólo conozca hasta cierta
altura del río Mayo, como lo hice ese sábado 7 de Noviembre
del año que se acaba de ir. Lo que los turistas deben
saber bien, es que el clima en esta zona del Perú es caprichoso,
nunca lo predecirás con exactitud. Durante el paseo que tuve, por unos
momentos, el cielo se envolvió de bastantes nubes que creí que iba a llover;
sin embargo, el sol brilló de nuevo, y tan fuerte, que me chamuscó más
la piel.
El
chico manejaba el bote por el lado derecho, como si fuera un chofer yendo por
la carretera. Ya sea en tierra o en agua se debía de conservar
la derecha para evitar accidentes. Pasamos una canoa vacía, que flotaba
amarrada de un palo en la orilla. Y apenas unos metros más arriba,
escuché a uno de los campesinos gritar por encima del ruido del motor del
bote. “¡SÓLO DÉJANOS AQUÍ!”, fue lo que pronunció con total claridad. El chibolo obedeció,
y ágilmente hizo una maniobra para ubicar la proa y estribor en la ribera. Toda
la gente de campo bajó a tierra, y al final solamente quedamos dos personas en
el bote: el muchacho que conducía y yo. Ya eran como 15 minutos que
había estado paseando, por lo que el dueño de la pequeña nave decidió dar media
vuelta.
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