No salí a la carretera por la calle
principal de ingreso a la ciudad. Había tomado una vía más al
noroeste, paralela a una cuadra de la primera. Desde ese instante se daría
inicio a mi serie de intentos para detener algún vehículo. La única
referencia que tenía de la localización de mi destino turístico,
era que estaba a pocos kilómetros de Nuevo Cajamarca, una de las
ciudades ubicadas en los límites de la región Selva del Perú, donde
la región del centro del país, la Sierra, tímidamente va mostrando
sus primeros paisajes. Era muy consciente de que para llegar a Tioyacu,
debía de ir preguntando a las personas con los que me cruzara o con aquellas
que se ofrecerían jalarme hacia mi objetivo geográfico. “Tioyacu,
el mundo te conocerá más gracias a mí”, fue más o menos una de las frases
optimistas que pasaba por mi mente ese día. Fotos, vídeos y párrafos sobre
este hermoso lugar de la Amazonía fueron
y se seguirán publicando no sólo en este blog, sino en redes sociales,
portales y otros sitios web. He sido muy serio en cumplir cabalmente lo que me
propuse. Gente de los cinco continentes tiene que saber de la existencia
del elegante río Tioyacu, un curso de agua como ninguno en
la faz de la Tierra.
El cielo seguía amenazando lluvia. Observé nubosidad
a muy baja altura. La cima del morro de
Calzada yacía despejada, pero algunas nubes rondaban indecisas en
torno a la cúspide. No tardaría en notar que los bancos gaseosos
sobre mi cabeza se estaban difuminando o elevándose más. Los mismos no eran
ni nimbos ni cúmulos ni cirros ni estratos, sin embargo, tenían algo de cada
uno, manteniendo colores entre el blanco humo y el gris claro…. A veces
caminaba por el mismo asfalto (detrás de la línea blanca pintada en los
extremos de la carretera) y a veces por sobre pasto y la tierra, aún un tanto
húmedos por las continuas garúas de esos días. Quise alejarme más
de Moyobamba para
recién estirar el brazo y parar una moto, motocarro, carro, o lo que sea, pues
no tendría pinta de ser mochilero mientras habría zonas urbanizadas. Debería
llegar a partes donde la vía careciera de edificaciones modernas a los
lados. Mi caminata se
fue dando sin ningún percance hasta que —¡el Eterno bendijo mis
pasos!— por poco ocurre una tragedia. Tras lo sucedido, supe, con
más razón, que aún no hora de despedirme de este mundo, de modo que van a tener
que seguir aguantando, para ratos, las historias del autor de Me Escapé de Casa. Bueno, mejor
les cuento en el próximo párrafo este escape, ya no de casa, sino de la muerte:
Andaba yo, muy campante, dejando a mis espaldas las
últimas viviendas y acercándome a una estación gasolinera, en tanto me disponía
a fotografiar, nuevamente, al morro que una vez había ascendido,
en Noviembre de 2008 para ser preciso. Tranquilamente, al
borde de la carretera, graduaba la Exilim de 8.1 Megapíxeles (cacharro
prestado a un amigo) para una toma más nítida. Pero, fui interrumpido de
repente de forma tan brusca que casi se me sale el corazón por la boca. Una
camioneta 4X4 por un pelo no me atropella por detrás. Había sido tan
descuidado que me metí mucho a la pista y, por estar concentrado en alistar el
disparo fotográfico, no escuché que la Toyota Hilux color verde
traslúcido venía a embestirme, y nunca lo sabré si irresponsablemente,
porque pasó de largo. Al fin, pienso que el culpable del accidente
hubiésemos sido ambos, tanto el conductor como este
distraído. De no haber tropezado con una piedra que, milagrosamente, estaba
tirada en el pavimento, ya no estaría aquí, sentado frente al monitor,
para narrarles mis horas de mochilero durante aquella mañana. Acabé
cayendo a centímetros del asfalto, sobre un espacio con la hierba algo
crecida, la que terminó amortiguando el impacto de mis brazos. La
cámara resultó ilesa. Nada de rasguños, a comparación de la rodilla
derecha, la que se estrelló en la sólida pista, produciéndose un leve, casi
invisible, raspón que cicatrizaría en unas cuantas horas… ¡Santa piedra que
apareció en el lugar y el momento clave! Tal y como el dicho: “Vivito y
coleando”.
Y así, luego del susto, retomé la marcha sin
ningún testigo por las inmediaciones. “Pensé que faltaría emoción en esta caminata”,
dije mientras mis latidos menguaban su ritmo. A pocos minutos llegué a
otra estación de combustible, llamada comúnmente “grifo”
en Perú. Allí aguardé a que se estacionara un vehículo para ver si
podían hacerme un aventón. Intento fallido. De manera que proseguí la caminata al
filo de la carretera, rogando tener éxito la próxima. No lo tuve. Más fracasos,
uno con un pesado camión arenero y otro con una veloz camioneta Suzuki de dos
cabinas. Después vino un tercero con un motociclista que me observó con un
rostro inexpresable y pasó acelerando. Consulté el tiempo en el antiguo
Motorola qué aún me era útil para comunicarme. 20 minutos, o tal vez más,
transcurrieron desde que había salido de la ciudad. Ya tenía sudor corriendo
por la frente, pecho y espalda. Me juré que la siguiente “tirada de dedo”
surtiría efecto para abrir el espíritu colaborativo de cualquier conductor.
Para mi buena dicha, acerté. Un joven mototaxista se ofreció llevarme
hasta Calzada, pueblo que está en las faldas del morro. Por lo visto, llegaría
a Tioyacu haciendo escalas, a parte de fotografiando y filmando todo cuanto
podía en el recorrido. El morro de Calzada fue uno de mis
principales objetivos con la lente.
El
viaje sobre ruedas me enfrió el cuerpo. El sonido del viento y el
ruido que creaba el motor del “trimóvil” imposibilitó un diálogo más fluido
entre el conductor y el narrador de estas líneas. Mantuve siempre sujeto el
trasto digital y el tablero con los folios. La primera porque la necesitaría en
cualquier momento y el segundo porque no había forma de introducirlo en la
mochila… El destino turístico que soñaba por conocer recibiría a un
nuevo visitante con cámara en mano.
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