El río
Tioyacu y sus alrededores son igual o más
bellos que muchos de los paisajes caribeños. Si han leído la Parte
XVII, la anterior, de esta tirada de dedo hasta el recreo
turístico en mención, sabrán de lo que estoy “hablando”; pues
mejor, para que vayan a la par de la “vista cautelosa y comprensible” de
estos párrafos siguientes, es importante retroceder, si es
posible, a la Parte
I. Es recomendable, a aquellos que les guste enterarse de las
andadas de extraños e informarse de qué sitios ecoturísticos cuenta
la región San Martín del Perú, den una
ojeada a los relatos de pasadas fechas (sobre cascadas principalmente).
Eso ya es decisión de cada uno… Luego de este breve receso en la narración, y
de este modo habiendo invitado a “explorar” el resto de Me Escapé de Casa, mi blog personal,
seguiré reviviendo mi recorrido turístico de
hace diez meses, ni un día más ni un día menos:
Las fotografías y
filmaciones se sucedieron por más de éstas. Poco a poco me fui alejando de la gente. Sin
ninguna prisa, marchaba por un camino hecho con piedras afirmadas.
Iba en ascenso. El río Tioyacu corría
a mi derecha, como a cinco metros de distancia. A medida que seguía, el
color de las aguas cambiaba. Por aquella parte, nadie aún se había
sumergido. Veía adolescentes en las orillas, apreciando el río
hablando en voz alta, y al otro lado del sendero, a la izquierda de mi
posición. Más del cincuenta por ciento eran de sexo femenino y andaban
en traje de baño, algunas mudándose tras la toalla que la amiga —o amigo
(enamorado o quizás de “doble filo”)— la abría de extremo a extremo a prueba de
mañosos. Por supuesto, que el autor de este
sitio no estaba incluido dentro de ese género de inescrupulosos.
Ni que fuera Súperman para contar con vista de Rayos-X.
Además, después habría oportunidad de distraerse; pero no en lo que estarán
pensando. Nada de malicia. Como dice un amigo: “De frente al ataque”.
O sea, a presentarse y comenzar a cortejar. ¿Para qué sólo ver si se puede
llegar a más…? Dejemos eso para más adelante, que no falta mucho.
De
un momento a otro, todo lo que obvié que pasaría, pasó simplemente: la
lluvia cayó, sin olvidarse de su remojar diario al Centro
Turístico Naciente del Río
Tioyacu y derredores. Pero, en vez de lluvia, creo que mejor debería
ser llamada garúa. Las gotas eran tan menudas que ni siquiera hice el
trabajo de buscar la sombra de algún árbol. Solamente guardé la cámara
en su estuche y me detuve en un canto rocoso del Tioyacu. A
un rato subí unos metros más y me quedé entre dos arbustos. El río
corría como a dos metros debajo del nivel de la orilla. Casi estaba seguro
que ése era el punto predilecto para que los bañistas se lancen al agua, de
color verde azulado en ese curso. Pronto confirmaría mis sospechas… Rogé
interiormente que la precipitación finalizara en pocos minutos, y si no llegara
a ser así, las fotos y vídeos tendrían
que continuar, procurando no mojar el aparato. Haciendo las veces de paraguas a
una de mis manos, hubiese sido muy útil. Para suerte, eso no resultó necesario. La
llovizna fue benevolente. Entre cinco y diez minutos recuerdo que duró.
Cuando
me dispuse a reanudar mi recorrido por el recreo
de esparcimiento, escuché una voz detrás de mí. Una chica,
de 14 a 17 años aproximadamente, pedía la colaboración de este bloguero:
“¡Joven! ¿Me puedes tomar unas fotos en compañía de mi amiga?”. Antes de
responderla, ya me hacía entrega de su cámara. Instantes después, alucinaba de
fotógrafo de moldelos. Las muchachas tenían lo suyo: proporcionadas
por arriba y por debajo y siempre con la sonrisa en los labios; sin
embargo, había algo en ellas que no me gustaba tanto: su edad. El
rostro y su comportamiento los delataba. Sus facciones eran frágiles y
cotilleaban chiquilladas. Pese a ese par de aspectos, que no llegaban a
cumplir mis expectativas, sentí atracción hacia ellas que poco estuve de
pedirle sus números de móvil. Lo que me detuvo, aunque a muy
duras penas, fue cuando la conciencia me asaltó, pues las
llevaba en edad por una década más o menos. Unos años más y podrían ser mis
hijas. Empero, sería pecar de mentiroso si les digo que el cuerpazo que
tenían las nenas, no me hirvió las hormonas.
Tras
despedir a las chicas y recibir su agradecimiento, eludiendo cualquier tipo de
diálogo, continué haciendo lo mío con la Exilim, caminando
metros más arriba por las orillas del río
Tioyacu, ahora demasiado rocosas y cubiertas
de regular musgo. Traté de no pisar las que permanecían con mayor humedad,
dado que esas eran las de temer. Un resbalón podría acabar con la
utilidad del cacharro, y al no pertenecerme, el problema se multiplicaría
por dos: uno, el material en la tarjeta de memoria se limitaría a lo juntado
hasta ese momento; otro, tendría que devolver una nueva cámara al dueño. Lo
primero se daría sólo si en caso el dispositivo de almacenamiento se salvara de
mojarse. También, si la cámara fuera de mi propiedad, la desesperación de
comprar otra vendría a ser menor. Para alivio de este explorador nada
grave ocurrió. Las aguas azul plateadas y verdosas del río Tioyacu
han sido capturadas en forma de imágenes para
que ustedes, visitantes, las puedan apreciar durante la lectura de estas líneas.
A diferencia de las del anterior
post, éstas se editaron para la mejora de su calidad,
incluso la de la planta con
raíces aéreas y los canales artificiales. La última de
estas (la cuarta del presente artículo) es muestra de la
desmedida interferencia del hombre en la naturaleza.
La colgué como adelanto de lo que en las próximas y últimas
partes trataré: En el Centro Turístico Naciente del Río Tioyacu,
lamentablemente, no todo es belleza natural. Verán que es una pena
lo que la inconciencia humana es capaz de hacer, aflicción propia que ya di
a marcar a manera de comentario.
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