La caminata a
las cascadas del río Shilcayo, Vestido
de la Novia y Tamushal,
se estaba desarrollando sin inconvenientes pero sí con muchos altos. Para su
fiel servidor, felizmente, los descansos no eran tan dilatados, que como máximo
llegaban a los cinco minutos. En los lugares, soy como en la comida y
el baile (mujeres también): odio
repetir. Con esta escueta aclaración de mis preferencias, ya comprenderán
—los lectores más asiduos de Me
Escapé de Casa— porqué es que aquella mañana fui el más ávido
por arribar a las dos cascadas amazónicas.
Simple de explicar si todavía no la cogen: Todo el camino o la mayoría
de éste hasta la caída de agua Vestido
de la Novia, la primera del río Shilcayo, lo he
recorrido más de media docena de veces, a diferencia del resto de
individuos que se unió a la aventura de
ese día (que de las tres oportunidades no pasaban); así que, no había nada
nuevo ni de gran interés para mí. De ser posible, alquilaría un helicóptero
para que me dejara cerca a la cascada, y de esta manera no tendría
que repetir el sendero y empezar a explorar directo desde la zona en la que mis
pies han pisado poco… Pienso que ahora sí fui bien explícito.
Dante,
si es que no estaba enfocando a la naturaleza con
su cámara, nos filmaba cada vez que nos hallábamos al alcance de la
lente. Los nueve ahora íbamos menos separados. Por ratos,
podía conversar un poco más seguido con los recién conocidos, pero sólo
unos segundos más, no minutos. Lamentablemente, hace dos años mi grado
de locuacidad era inferior que en la actualidad; no muy inferior eso sí.
Sin embargo, desde la fecha me he propuesto a continuar, mejor dicho
reanudar, mi cambio: el de aprender a ser más simpático con
todo el mundo, con el objetivo final de ganarme el interés y la aceptación
del quién sea, sin importar su género, inclinación sexual, origen, raza, o si
es rico o pobre, atractivo o feo, culto o ignorante, pacífico o belicoso, humilde
o jactancioso, sereno o desenfrenado, inocente o perdido, en fin, deseo
caerle bien a todos, cosa que no es una tarea fácil y que la lograré más que
con mera socialización, con estrategia y adaptación, sabiendo medir mis
palabras y formas de actuar, según el entorno. Una nueva persona
está apunto de brotar de mí. Presiento que no fallaré. “De los
tropezones, aprendemos que rápido podemos levantarnos y avanzar por el camino
correcto, si pensamos con la cabeza y el corazón a la vez. De las caídas, aprendemos
que mientras más fuertes sean, más dolorosas y difíciles de sanar son, de modo
que sería demasiado imprudente, irreflexivo e inmaduro de mente y espíritu,
insistir en lo que tarde o temprano te hará daño”… Escribo estas últimas
líneas para dejar como constato mi evolución social, por algo éste
es un blog personal,
en el que puedo publicar lo que se me plazca; en este caso, una narración
de turismo de
aventura acompañada de memorias biográficas. Lo hago
también con el propósito de dejar en claro que si hace un par de años, durante
la caminata hacia las cascadas del río Shilcayo,
hubiese sido más suelto en palabras y gestos, tranquilamente me ganaba la
amistad de todos los exploradores. Y perdón, lectores y visitantes,
por hacerlos esperar mucho; tras mes y medio de ausencia, recién acabo
de aclimatarme como es debido a mi nuevo trabajo (el de profesor), oficio que
ha incluido mucho en que mejorara como ser humano… Y, sin más que decir,
retomo el relato:
Los
cruces del río Shilcayo se hicieron más constantes. El
agua, como siempre, no era tan profunda. Máximo llegaba a un
palmo sobre nuestras rodillas, dependiendo de la estatura de cada uno. No había
tallas ni muy altas ni muy bajas. Creo que el más alto del grupo era
Abel, y el más bajo Dante… De pronto, el sol brilló con
mayor intensidad, al grado de quemarnos las espaldas y obligar a que nos
remojemos a la menor oportunidad. Bebí algunos sorbos de una botella que
llevaba colgada en la bolsa. Vi al resto que hacían el mismo trabajo de
hidratarse, cada cinco o diez minutos. Algunos tomaban Gatorade, Red
Bull, o refresco. Yo sólo, modestamente, agua tratada,
la que antes de salir de caminata, vacié del bidón de casa. Gracias
a Dios que se mantenía fresca.
Llegamos
después a una gran pared de piedras superpuestas diagonalmente. Al parecer, las
aguas del Shilcayo alcanzan el borde de éstas en tiempos de creciente,
porque la tierra del lecho yacía húmeda y las piedras cubiertas de musgo. Como
no podía ser menos, las tres chicas fueron inmortalizadas junto a este
muro de rocas. Maju, además, solicitó una captura
fotográfica a uno del grupo (creo que fue Checa), mientras
un insecto palo subía lentamente por su ropa y no se decidía si
llevarlo a casa o librarlo. Estos curiosos hexápodos, al igual que
los insectos hoja, pertenecen a la familia de los Fásmidos y
al orden Phasmatodea, existiendo alrededor de unas 2,500
especies. Son expertos en todo lo referente a camuflaje (cripsis),
que es casi imposible distinguir a alguno de estos animales mimetizados
entre el follaje de la selva, aunque se los tenga en frente de nosotros. Maju
tuvo suerte de encontrar uno. Supongo que no le fue muy difícil verlo de pie
sobre una piedra plomiza, pues, como pueden ver en la foto,
el bicho era de color verde.
Tras
otro receso, apretamos el paso. Sólo por un cortísimo
tiempo más, el sol siguió calentando nuestra caminata. En tanto
continuábamos río arriba, el cielo se iba nublando y, apaciblemente, la
temperatura descendió, no mucho, pero se llegó a percibir el leve frescor.
Las fotografías se sucedieron. Regulares veces tomé a Juanito, Checa y Gina en
diferentes poses… Y, en uno de nuestros cruces del Shilcayo, sentí caer
unas débiles gotas sobre mi nuca y espalda. Luego se vinieron más, y
súbitamente ya estaba garuando. Al punto, oímos el croar de ciertos
batracios y otros pequeños animales que no alcancé a identificar. Era
como si las criaturas del bosque le cantaran a la dócil precipitación que se
desató sin previo aviso. Y siempre y cuando no pasara de ser una
reposada garúa, estaría bien para el quien escribe y el resto de aventureros.
Bajo
la llovizna, caminamos a muy acortada distancia, uno detrás de otro,
casi pisándonos los talones. De repente, alguien pidió que nos detuviéramos.
Era Abel. Se había parado con la mirada fija hacia la hojarasca de un lado del
sendero y preparaba su cámara para unas capturas. “¡Esperen!”, dijo. “Encontré
una ranita. Quiero tomarla unas cuantas fotos”. Prestos, todos nos
acercamos para apreciar al diminuto anfibio. Amarilla y con manchas
negras, esta rana viene a ser parte del género Ranitomeya y
es oriunda del Norte de la región San Martín y del Sur de Loreto (Perú),
habitando entre elevaciones de 150 a más o menos 900 m.s.n.m. La
coloración y las formas de manchas en su piel varían según la diversidad de
morfina que contiene. Estos vistosos anuros son semi-arborícolas; se
reproducen dentro de troncos huecos y bromelias, si
bien además existe un puñado que es terrestre. Años atrás, estas
especies han sido víctimas del contrabando, debido a su alto contenido de
morfina. Ahora, felizmente, se ha reducido dicho comercio ilegal.
Luego
de observar a la escurridiza ranita, reanudamos el paso, ahora ya con
la ropa húmeda por el agua de la atmósfera. A nuestra derecha, entre diez y
veinte metros, una elevada pared de piedra blancuzca, incluso más
alta que algunos árboles, bloqueaba la vista hacia la cordillera. Sobre esta gran
muralla natural crecía vegetación verde
y colgaban raíces, enredaderas y toda clase de lianas. Quizás algunas de estas
últimas habían sido tan resistentes como para trepar la roca sosteniéndolas.
También pienso que dicha formación geográfica cumple con los requisitos
para la práctica del turismo deportivo,
en tal caso el rápel sería la disciplina mejor optada. Por
aquella vez, el grupo tenía que conformarse sólo con caminar, y
concentrarse con llegar de una vez por todas a nuestro destino. Paquita,
Maju y Abel seguían exigiendo fotografías durante el trayecto. El sendero era
angosto de nuevo, con más follaje y rocas musgosas a los costados. Ascendimos
ligeramente hasta que la llovizna calmó tan de golpe como empezó. El
sol resplandeció de sopetón, y, al momento de arribar a un par
de chozas, sus rayos embestían la mayoría del ambiente. En dichas
rústicas moradas vivía (o vive) una familia, el padre es un guardaparques de
la Cordillera
Escalera. A éste, se le pagó el ingreso hacia las cascadas y
al mismo tiempo por los servicios que brinda al cuidar la naturaleza,
se puede decir que es un tipo de aportación económica hacia él y a los miembros
de su familia.
Una
vez colaboramos con el guardián del bosque, tomamos una ruta (por la
izquierda) que llevaba exclusivamente a la primera y segunda cascada del río
Shilcayo (un letrero rectangular, sujeto en la rama de un árbol,
indicaba la dirección). Ya restaba poco para llegar al Vestido de la
Novia. Las fotografías de Checa, Abel y Meyer y los vídeos de
Dante fueron cada vez más continuos. Caminábamos en hilera, formados
muy juntos y comentando sobre nuestro inminente arribo. Ya no faltaban ni kilómetros
ni millas. Faltaban metros. El agua corría a nuestra siniestra a
través de un cauce más desigual y rocoso que antes de que pasáramos por las
chozas. Desfilamos por la orilla de una poza formada por una pequeña
caída de agua. Después, escuchamos lo que más deseábamos
en esos momentos: El sonido del descenso de muchos litros del líquido
elemento. Dante se adelantó y Meyer se quedó atrás de todos. El
primero comenzó a filmar y el segundo a fotografiar. Veríamos al Vestido
de la Novia tras subir por una escalera natural de piedras
resbalosas. Nuestra llegada fue yendo captaba en vídeo e imágenes para
la posteridad.
Vías: Wikipedia AmazonFrogs
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