Checa estaba delante de mí; él
fue el segundo en ver la cortina de agua,
y este aventurero, el siguiente. Dante daba la espalda a la pequeña catarata con
su cámara en funcionamiento, con la mira fija hacia el paso de cada
explorador. El Vestido
de la Novia se presentó casi igual que la vez pasada, elegante y
templada, sólo que ahora caían más litros de agua y la claridad de la
poza era mejor, quizás porque el día se fue haciendo más luminoso o acaso
la naturaleza no
quiso dañarnos la vista y el esparcimiento, enturbiando el principal curso de agua de
la Cordillera
Escalera. Puede que al frente y debajo de nosotros no se mecía con la
presión un pulido espejo natural, pero lo reconfortante de todo, es que el agua
dejaba ver su fondo y gozaba de tanta frescura como para revitalizarnos luego
de alrededor de dos horas de caminata. A
comparación de mi visita en Septiembre del 2008, la
primera cascada del río Shilcayo durante
esos instantes, en aquella caprichosa mañana del 2010, era mucho
más semejante al vestido de una novia, aparte de más ancha y
blanca, ondeaba más, dando la sensación de que una mujer en nupcias lo moviera
al desplazarse hacia el altar.
La
pared de piedra por la cual se deslizaba el agua era de una coloración
parduzca, semi-ennegrecida por ciertas zonas. En cambio, las rocas de los
costados eran de un tono verde selva, muy húmedo, las epífitas y las trepadoras
invadían la mayoría de la superficie. Las piedras sobre las
que en mi visita anterior, acompañado de Checa y Micky, el primo de otro primo,
nos habíamos fotografiado, se hallaban casi enteramente cubiertas de
musgo y plantitas resbalosas;
por lo que si queríamos repetir las poses, estaríamos tentando mucho a nuestra
suerte. La poza parecía más profunda; puede que medio metro más, lo
bastante como para que hasta a la persona más alta, por ejemplo un
basquetbolista, el agua le llegaría a sobrepasar la cabeza si se pusiera de pie
en el fondo. No había remolinos ni cuevas subacuáticas. La poza era de
aguas mansas, tanto, como para que incluso el menos ágil nadando o
buceando, no resultara ahogado o en grandes aprietos para alcanzar las orillas,
por si terminara en el centro. En todo el ambiente (me refiero sólo a la
naturaleza) se respiraba sosiego. Ningún alma fuera de nosotros rondaba
en las cercanías, ni se oía el ruido fuerte de algún animal; lo único
que rompía el silencio, era el sonido de la fresca cascada amazónica y
las voces del grupo, siendo las chicas las más parlanchinas. Paquita se llevaba
el primer puesto.
Los
insectos que en mayor número se veían en torno y sobre la poza de la cascada
eran los coloridos lepidópteros: las mariposas. Observé a algunas
con hasta treinta centímetros de envergadura (medida de las
alas extendidas de un extremo a otro) que volaban encima las aguas y se posaban
en alguna rama o piedra de la orilla, y una vez parada sobre éstas, abrían y
cerraban sus alas para —escuché un comentario por allí— atraer al sexo opuesto.
Las alas de estos inofensivos insectos eran de tonos negros y azules,
fosforescentes a los rayos del sol, dando la impresión de ser de un material
similar al celofán. Es una lástima que no haya conseguido las fotos de
estos simpáticos hexápodos de parte de los amigos de Checa y Juanito.
Además dudo mucho si se esmeraron en captar dichas imágenes,
ya que, apenas llegamos a las orillas, uno tras de uno se fue
zambullendo en las frescas aguas; empezando por las chicas. Solamente, mis
familiares, Gina y yo, nos quedamos de pie sobre los guijarros; pero, no pasó
más de cinco o diez minutos, cuando mi primo, tras ingerir una rosquilla de
almidón, se lanzó también a la poza. Gina, algo indecisa, lo imitó. Y como la
mayoría de los bañistas nadaron al otro lado de la cascada, Checa hizo lo mismo
con especial ahínco, dejando a su enamorada en la parte baja, pues no sabía
nadar, o si sabía, aún temía atreverse sola o sin ayuda.
El
quien escribe desvió la atención del grupo por unos momentos para centrarse en
la naturaleza de los alrededores,
específicamente en todo lo diminuto que se escondía en la floresta. Mi
hermano, mientras tanto, no daba indicios de querer meterse al agua. No
recuerdo bien, pero creo que se puso a dar cuenta de las viandas que había en
las mochilas. Durante esos instantes, lo único que me interesaba era
aguzar mi vista hacia la fauna
invertebrada que pululaba discretamente debajo, sobre y encima de
la vegetación. Mi mente, casi de inmediato, comenzó a inventariar la variedad
de insectos que se presentaba ante mis ojos: grillos, escarabajos,
libélulas, orugas con pelos, más mariposas, e incluso moscas de diferentes
tamaños y colores. De todos estos, las que más me fascinaron observar,
después de los lepidópteros, fueron las gráciles libélulas, y principalmente
las que permanecían en vuelo estacionario, asemejándose bastante al del colibrí
o picaflor. El batir de sus alas era celerísimo, que perseguirlos con la mirada
resultó imposible.
Siempre
me había preguntado cómo es que los insectos suelen moverse muy rápido, tanto
que ni el atleta mejor entrenado y bajo una estricta dieta de vitaminas, podría
ser capaz de igualar la velocidad con la que se desplazan; pues claro que los
seres humanos podemos recorrer mayores distancias que algunos insectos en menor
tiempo, sin embargo, guiémonos según las dimensiones de cada uno: Para un
saltamontes, por ejemplo, diez metros podrían equivaler a un kilómetro para un
hombre; y piensen, quizás en apenas veinte o treinta saltos durante un solo
minuto, este animal salvaría la distancia en mención. Y para que una persona se
compare, tendría que correr a una velocidad de 17 m/seg. aproximadamente para
completar los mil metros en sesenta segundos, cosa que ni el actual corredor
récord mundial en 100 metros planos lo lograría. ¿Increíble, verdad…? Y eso no
es nada. Se sorprenderán aún más con lo que leerán ahora. Bueno, veamos: Una
libélula o un mosquito baten sus alas a cada décima o centésima de segundo, es
decir, para que tengan una mejor idea, entre diez y cien veces mueven sus
delgadas membranas estos muy comunes invertebrados; y así pues, imagínense a
alguien, puede ser tu amigo o hermano, agitando sus brazos o asestando
puñetazos a miles de veces por minuto. Es obvio que no hay nadie con tales
superpoderes. Eso sólo se ve en Dragon Ball Z o en filmes de Marvel.
Todas
las incógnitas que me embargaban sobre los “poderes” de los insectos, quedaron
en el pasado desde que vi un documental en el Discovery Channel. De eso es como
hace una década. En aquel episodio, el narrador explicaba de forma detallada y
fácilmente comprensible al público televidente porqué los insectos y la mayoría
de los invertebrados son los mejores dotados del Reino Animal. Si
no vieron el programa, estimados internautas, trataré de ser lo más minucioso
posible en hacerlos entender. Iré en orden… Partiré por el sistema nervioso.
Todos los seres vivos con cerebro poseemos sistema nervioso. Los insectos
también lo tienen, y así como nosotros disponen de nervios a través del
interior de su cuerpo, a lo largo y ancho, de la cabeza a la punta de las patas
(pies). A cada impulso eléctrico emitido por el cerebro se genera una reacción
refleja o movimiento (acción). El hecho de que las extremidades y órganos de
estos invertebrados se encuentran a distancias insignificantes, compensado con
la ligereza de su peso, es por lo que se puedan mover como si la gravedad no
fuera impedimento. Sólo recuerden a los astronautas dando brincos en la
superficie lunar, muy similar a los saltamontes… Ahora sí, si comprendieron con
esta explicación, les felicito. Me ayudaría mucho y continuar con el relato:
No
me percaté que Dante y Checa se dirigían hacia mí, hasta que los tuve a mis
espaldas y me preguntaron algo que no entendí a un principio por los
estridentes gritos de los bañistas y el sonar de los violentos chapoteos.
“¿Qué?”, me giré. “Subamos la pendiente de la derecha y ubiquemos el camino a
la segunda cascada, a esa que llaman Tamushal”,
era Dante con su inseparable cámara y mi primo asintiendo a su lado, ambos
ahora hablando por encima del bullicio. No dije que sí ni tampoco que no. Actué
de frente: caminé directo al rocoso sendero que los tres suponíamos
llevaba a nuestro segundo destino del día. Mis compañeros se pusieron a la par
de inmediato, y anduvimos como si estuviera escoltado en un safari, yo en
medio, y los otros dos a trompicones sobre las piedras. Sin embargo, no
tardamos en encontrarnos con un embudo; el abrupto camino se fue haciendo más
angosto y encaramado, tortuoso y resbaloso. Así que Dante se adelantó y Checa
se colocó tras de mí, cual fila india. La luz roja se prendió y juraría que el
camarógrafo no se limitaría a realizar pocas tomas.
Mientras
tanto, el resto de grupo se quedó ensimismado en su refrescante momento en el
agua. Incluso
mi hermano se había atrevido a darse una zambullida y buzar en la orilla, ya
que nadar no era su fuerte. Los veía a todos durante nuestro zigzagueante
ascenso. Pero al rato volví a concentrarme en la naturaleza de mi alrededor
contiguo y aprovechar los enfoques de Dante para sonreír a la lente. Lástima
que hasta la fecha no he podido conseguir esas benditas escenas. Como
reitero, nunca más supe del profesional audiovisual. Simplemente le perdí el rastro.
Luego de finalizada esta aventura, jamás lo vi nuevamente. “¡¿Dónde rayos estás
Dante?! Un vídeo sería
un excelente complemento al concluir estas líneas”.
A
un tercio del camino de ascenso al origen de la caída de agua, los tres
tuvimos que trepar una escalera de troncos, quizá hecha por algún
guardabosque o miembros de alguna institución ambiental. Ayudamos al
camarógrafo con su herramienta de trabajo. Lo menos que queríamos era una lente
rajada. Empero, eso creo ya no importa ahora… Continuamos, y las rocas fueron
reemplazadas por las hojas húmedas, hasta que el sendero se hizo más llevadero
y horizontal. Y a los dos o tres minutos giró bruscamente a la izquierda. La
parte alta del Vestido de la Novia se hacía más notoria a medida que seguimos
nuestro curso. Al ir aproximándonos, pasamos de pisar hojas a pisar piedras
húmedas y llanas, algunas demasiado resbalosas como para osar apoyar las suelas
por más tiempo. Y, por fin, en menos de lo que esperamos, la cima de la
cascada acabó bajo nuestros pies. Un torrencial de fotos y los
vídeos irrumpió en ese preciso punto de la toda la majestuosa Cordillera
Escalera. Los únicos responsables: Nuestro pulso y tacto con el agudo
aporte de nuestra concentrada vista.
Allá
abajo, los bañistas habían dejado el agua para engreír un poco a sus
estómagos, y, en seguida, vestirse. “¡Oigan, ustedes, acá arriba, miren!”,
exhorté. “¡Suban! ¡Alcáncennos!”… Viéndonos a los tres a varios metros sobre
sus cabezas, al parecer se emocionaron, y ascendieron en tiempo récord. Sus
agitaciones no esperaron ser aminoradas, así que los nueve —sin más
preámbulos— reanudamos la caminata. Por diez minutos, o tal vez veinte,
avanzamos en sentido contrario a la corriente del Shilcayo. Mis
cálculos fueron casi certeros con respecto al tiempo de llegada al Vestido de
la Novia y Tamushal. Había ganado la apuesta. La segunda caída no distaba
mucho de la primera. Ante nuestros ojos un curso vertical de agua, de casi el
doble de altura que el anterior, se deslizaba sobre una pared de roca. Esta
cascada también tenía una pequeña hermana en la corona, que juntas corrían
en forma de escalera. En total, tenía una cota de 40 metros aproximadamente,
rodeada de una vegetación muy semejante a la observada cuesta abajo… Tamushal, El Caminante, fue
testigo de tu fastuosidad, por vez primera, siendo el sol el principal
contribuyente para embellecerte aún más con sus destellos luminosos, aunque
sutiles en tu perfil pero lo suficientemente orlados. Al punto, todas
las cámaras se pusieron en funcionamiento. Caminar 8.5 Km. a
través de la selva tuvo su gran recompensa.
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