Los
arbustos que más se pueden apreciar en el malecón Grau de Pucallpa, son los
ficus, aparte de algunas flores rojas de estambres largos, muy comunes en los
jardines de las ciudades de la selva peruana. A un principio no me percaté de
la estatua que yacía a mi izquierda, pues estaba distraído observando las
lanchas zarpar de las orillas del Ucayali. La escultura, una sirena de
facciones que obedecían al genotipo indígena, reposaba sobre una tarima de
concreto. En esa época aún no la habían pintado. Sobre su regazo, descansaban
un jarrón (tinaja) y un cuenco. Ahora sé —un letrero lo indica— que
está prohibido acercase demasiado a la estatua. Tuve suerte que no me llamaran
la atención en el momento que me tomé la foto en cuestión. Así que, por favor, no
hagan lo que tuve el atrevimiento de hacer. Y cabe detallar, que las fotos que
pueden ver en estos posts no pertenecen a la fecha en que ocurrieron estos
acontecimientos; dado que, cuando llegué a Pucallpa, por razones explicadas con
anterioridad, dentro del pobre contenido de mi mochila, apenas tenía un par de
mudas de ropa, y menos todavía tendría una cámara, artilugio que compraría tras
radicar unos días en la Tierra Colorada, fruto del trabajo que no tardaría en
conseguir.
ESTATUA DE SIRENA EN EL MALECÓN GRAU DE PUCALLPA. Fecha de las tomas: 11-11-2012 (izq.), 24-11-2012 (der.) |
De
pronto, como si el telón de un teatro se corriera para dar inicio a una obra, unos
tenues rayos solares iluminaron el puerto Grau, tras pasar por un resquicio
entre las grises nubes de la fresca tarde. A lo lejos, cuadra y media a mi
derecha, a cien o ciento cincuenta metros de la estatua del héroe, se erguía un
reloj público de veinticinco metros de altura. Las personas y los arbustos
bloquearon mi vista los primeros tres minutos de mi estadía en el puerto. No
advertí que esta elevada estructura se alzaba casi al otro extremo del malecón,
y es que tal vez porque al mirarla de soslayo, la había confundido con un
edificio o árbol, incluso podría haberla fusionado con el mar de cabezas o la
variopinta mercadería de los ambulantes. Desconocía la importancia de este
reloj. Luego supe que el malecón Grau es la primera Plaza de Armas que tuvo la
ciudad de Pucallpa, por ende, en 1951, año en que se culminó su construcción, ésta
fue bautizada con el nombre de “Plaza del Reloj Público”.
El
Reloj Público
es una obra maestra de artistas regionales, que consta de ocho pisos con
imágenes retocadas en cada lado (treinta y dos en total) y un reloj en las
cuatro caras de la cima. Debajo, hay una especie de garita y, sobre y alrededor
de ésta, una plataforma a modo de mirador. Se localiza en el mismo Jirón 9 de diciembre
a unos pasos de cruzarse con la última cuadra del Jirón Ucayali. Esta torre está
decorada con vitriales, que representan a personajes míticos de la selva y las costumbres
ancestrales de los Shipibos, tal y como viene a ser el caso del ritual de la
"Ayahuasca". Sin embargo, algunos de estos dibujos se han suelto de
sus marcos a causa de las inclemencias del tiempo. Durante la noche es bello
verlos, ya que, tanto los vitrales como los cuatro relojes, son iluminados por
fluorescentes desde su interior, haciendo, de esta forma, las veces de faro
para las embarcaciones. Antaño —según averigüé— esta “torre del
reloj” era realmente un faro, coronado con la peculiar lámpara guía. A menos
que seas personal de la Municipalidad Provincial de Coronel Portillo, les
anticipo que no se puede subir a la cima, pues no colocaron escalera (salvo la
de mano) ni nada parecido. Además, sería prácticamente imposible para los
visitantes ascender, porque la torre no es lo bastante ancha para que quepan
personas, ni, aunque instalaran una escalera tipo caracol. A mi parecer, sería
incómodo y riesgoso.
RELOJ PÚBLICO EN EL MALECÓN GRAU DE PUCALLPA. Fecha de la toma: inicios 2014 |
Lo
que no tardé en fijarme, a los pocos minutos de estar recorriendo el puerto,
fue en las mujeres shipibas que vendían sus artesanías al paso. Las había por dondequiera,
al derecho y al revés, unas sentadas en las bancas de la plazuela y otras de
pie o andando por las veredas. Caminaba, y en frente se acercaba una, giraba
detrás, venía una más con el brazo estirado sacudiendo la “merca”. Venían quien
sabe de dónde, todas con un único destino: Vender sus collares, pulseras,
llaveros o cuanta chuchería agitaran delante de la gente. “¡Pulseritas de huairuro,
jovencito!” “¡Llaveritos de aguaje, amiguito!” —coreaban.
Sus principales presas son los turistas. Ni que yo lo fuera. ¿O tal vez sí…? ¿Tan
foráneos parecían mis rasgos? Ni que fuera un gringo explorador. ¡Si soy el
típico joven de la selva peruana! Mestizo. Y con orgullo. Bueno. Será quizás
porque marchaba medio desorientado y con una mochila (aunque no repleta) sobre mis
laxas espaldas.
Tras
sortear media docena de ambulantes shipibas, me aproximé al reloj público, pero
no tanto como para alzar demasiado la cabeza. Descansé, apoyándome en la
baranda de una pileta. Quería darme mi tiempo. Apenas cumpliría la media hora
de haber llegado a Pucallpa. Y, en ese momento, mientras echaba un vistazo al
río Ucayali, sonó mi celular. Número desconocido. Mis padres, no creí que
fueran. A ellos los tenía en la lista de contactos, y antes de partir de Tingo
María, les dije que los llamaría una vez arribara a la Tierra Colorada, cosa
que aún no hacía. Lo primero que se me vino a la mente es que pudiera ser un
familiar o un amigo a quien mis padres podría haber dado mi número, ya que no
pocos indagaban sobre mi paradero desde que desaparecí de Tarapoto. “Aló” —contesté—.
“¿Con quién hablo?”. En seguida, una inconfundible voz pronunció mi
sobrenombre. Era Artime Gonzáles, más conocido como el “Chino Artime”, mi primo
político. El mismo que hace años había contraído matrimonio con mi prima
hermana Bertha Luz, y vivía con ella y sus dos hijas, en Yurimaguas, una
pequeña ciudad al Sur del Departamento de Loreto.
LANCHAS EN EL PUERTO GRAU DE PUCALLPA (RÍO UCAYALI). Fecha de la toma: 11-11-2012 |
“Al
fin abriste tus alas” —me dijo Chino. “Claro. Debí
hacerlo hace mucho” —respondí, y claramente recuerdo que en ese instante bajaba
unas gradas del malecón hacia la zona donde no estaba encementada. Una larga
charla se desató inmediatamente. Ambos no teníamos pelos en la lengua. Lo interesante
es que con Chino se podía conversar de cualquier tema, pero, durante ese casi cuarto
de hora, recibí mayormente consejos y escuché dos o tres anécdotas,
interviniendo a intervalos con opiniones y preguntas. Luego de colgar, supe que
debería llamar a mis padres para darles confirmación de mi arribo a Pucallpa.
Timbré al número fijo de casa. Mi madre contestó al segundo, como si estuviera
esperando mi llamada, sentada a un costado del teléfono. Le di la respectiva
“señal de humo”, término muy común en Perú para designar a mensajes o llamadas
cortas. Ya no me comuniqué al móvil de mi padre, porque mi madre dijo que lo
pondría al corriente. Y eso fue todo. Me quedaría en Pucallpa. No sabía cuántos
días estaría en la Tierra Colorada. Semanas, meses, ¿cuánto…? No lo sabía… Han
pasado más de cinco años.
Dejó
de estar soleado. Caminé hacia el Reloj Público, y al fin pude verlo a detalle.
Estuve parado frente a éste con la cabeza levantada, hasta que me empezó a
dolerme la nuca, por lo que me vi forzado a terminar mi meticulosa observación.
En el ínterin, unos fotógrafos, identificados con chalecos de la municipalidad,
me ofrecieron sus servicios para sacarme una instantánea. Me negué a todos. El
efectivo escaseaba y no podría darme el lujo de gastar más de la cuenta hasta
conseguir un empleo seguro. En ese momento, mientras veía a un niño siendo
fotografiado montado sobre un caballito de madera, recordé nada menos que a mi
hermano disfrazado de Barney en vísperas de la Navidad del 2008. Pues, en esas
fechas, Juan Luis, mi único hermano, y quien escribe, tuvimos la excéntrica
idea de probar suerte con la cámara de papá, y ver si ganábamos unos soles con
los críos que aguardaban para tomarse una foto al lado del carismático
dinosaurio. Todas las noches, antes, e incluso después de Navidad, la plaza de
Armas de Tarapoto se convirtió en nuestra zona de trabajo. Juanito, en el
interior del disfraz, comenzaba a bailar de la forma más ridícula que se le
ocurría. Y la verdad es que no hacía mucho esfuerzo, pues él, no era
precisamente un experto en la pista de baile, ¡y vaya que sus dos pies
izquierdos un tormento siempre han sido! Entretanto, yo, con la cámara del
viejo en mano, y tragándome cuanta risa podía para aparentar seriedad, acribillaba
de flashes a los niños acompañados de Juanito, el risueño dinosaurio morado. Al
fin de todo, nuestro esfuerzo acabó siendo compensado. Ambos, cada uno por su
lado, pasamos una grandiosa, por no decir juerguera, bienvenida de Año Nuevo,
con el dinero recaudado de la venta de fotografías. Una gran fortuna para los
dos en esa época. Nunca había visto sudar tanto a mi hermano.
Zarandeé
la cabeza y volví al presente. Era hora de retirarme de la Plaza del Reloj
Público. Retrocedería sobre mis pasos, y así lo hice sin más miramientos. Me
dirigí de nuevo al jirón Tacna, la calle por donde llegué al malecón Grau. Di
un último vistazo a las lanchas del puerto y apreté el paso. Sabía a donde iba.
ESQUINA DEL JIRÓN TACNA CON LA AVENIDA SAN MARTÍN (PUCALLPA). Fecha de la toma: 08-11-2012 |
Caminé
a grandes zancadas. Luego de salvado tres cuadras, en una esquina, cruce del
mencionado jirón con la avenida San Martín, me paré a corroborar lo que había
leído en un letrero pegado en la pared, a un lado de la puerta de entrada de un
local. Sí, en efecto, decía justamente eso: “SE NECESITA DIGITADOR(A)”. Sin
pensarlo dos veces, me acerqué al local, que por cierto permanecía abierto de
par en par, y pregunté por el anuncio a la persona que se ubicaba más próxima a
la puerta. Un señor de cara redonda y como de cincuenta años de edad, sentado frente
a su computadora, digitaba usando sólo los dedos medios. Estaba tan concentrado
en su labor, que me vi obligado a reiterar mi pregunta. “Buenas. Vengo por el
anuncio” —subí el volumen de la voz. El hombre, ni bien volteó a
verme, alzó sus pobladas cejas, para, a las justas, hacerse escuchar con un
tono grave y bajo al mismo tiempo: “A ella” —dijo, señalando con el pulgar a su
derecha. Busqué con la mirada a quien se refería. Detrás de un grupo de gente
que esperaba ser atendida por otros digitadores, una señora de cabello corto y
contextura ancha —al parecer más ancha que alta— yacía tumbada en una pequeña
mecedora donde apenas cabía su obesa humanidad. Hizo ademán de levantarse, pero,
como vio que ingresaba al abarrotado local, siguió con el trasero encajado
entre los fierros de la mecedora, así que solamente se limitó a estirar el
brazo para balancear una arrugada mano a manera de llamado. “¡Sí, sí…! ¡Pasa,
hijo! Pasa. ¿Quieres chambear?” —dijo en timbre zalamero. “Buenas tardes,
señito” —saludé. “Claro. Necesito trabajo” —confirmé. —“¿En qué consiste?”. La
rolliza mujer emprendió una acelerada cháchara de mercachifle. En resumen, me
explicó que “ganaría porcentaje”, para ser exacto el 50% de lo que producía en
un día de trabajo, y el otro 50% tendría que quedarse con ella. El material, es
decir, los equipos y papelería me la proporcionaría durante las horas que
laborara. Todo me lo daría. Sólo tenía que trabajar duro y parejo para ganarme
más monedas. Le prometí que regresaría al día siguiente para empezar desde
temprano. Su nombre, María, me lo hizo saber después de casi terminada la
conversación; en seguida, también se lo hice saber el mío. Solicité su número
de teléfono y me apuntó su fijo en un trozo de papel. Sentí miradas de reojo de
los digitadores durante los minutos que estuve dentro del local y en el momento
que me retiraba de éste.
VEREDA DEL JIRÓN TACNA (PUCALLPA - UCAYALI). Fecha de la toma: 08-11-2012 |
Antes
de alejarme de esa esquina, volteé a leer el panel publicitario sobre la
entrada del local. “Multiservicios Tiffany”, decía. ¿Volvería a este lugar? ¿Sería
aquí mi nuevo centro de trabajo? ¿Sería el nuevo empleado de la regordeta de la
mecedora? Aún no lo decidía. Primero tendría que buscar otras opciones. Seguí
caminando, pero sin prisas.
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