El recreo turístico de la catarata el Velo dela Novia se fue vaciando de gente. Volví a bajar a la orilla del río Aguaytía, pero esta vez más lejos de la caída de agua, tratando de que nadie me viera. En algunas piedras el invasivo musgo
las hacía imposible pisarlas, por lo que tuve que ingeniármelas un camino.
Girando la cabeza constantemente con temor a que me pillasen, no demoré en
alcanzar la pedregosa playa.
Nota: Retomo la narración de esta aventura luego
de dos años de publicada la Parte 2 en este blog. Ahora ésta (la
Parte 3), como dije en su momento, será la última. Sin embargo, la fecha de los
hechos
data de hace más de siete años.
Rápidamente, me alejé del restaurante, y en tres minutos, a medio trote
pese a los guijarros y el barro, estaba a casi trescientos metros. Todavía era
visible desde esa distancia. Desde el balcón, cualquier trabajador o encargado
del centro se daría cuenta de una fogata o una carpa. De modo que, seguí andando
doscientos metros más hasta encontrar una curva, donde el risco y la vegetación me cubrían
de posibles testigos. El área resultaba perfecta para levantar un campamento,
debido a la arena limpia y libre de piedrecillas o rocas. “Aquí nadie me
molestará”, pensé, ¿o dije? No recuerdo bien. Es que siempre suelo pensar en
voz alta.
Antes de armar mi carpa, me apuré en la búsqueda de material para encender
fuego. Amontoné las ramas, troncos y hojas secas en medio de la arena, que
felizmente no estaba húmeda; ya no lloviznaba. Después las acomodé, y cuando
terminé pospuse un momento la prendida, para tender la carpa, mejor dicho, para
intentar armarla, ya que era la primera vez que la usaría desde que la compré
un mes atrás. Cuando, a duras penas, cumplí mi objetivo, la oscuridad se había
cernido en el boquerón del Padre Abad. Los últimos haces de luces se repartían
débilmente por todo el cañón, ayudando apenas a distinguir a cien metros río
arriba y río abajo.
—¡¿Pero qué demonios está pasando aquí?! —dije tiritando, y sabía a la
perfección que el frío no era el causante. Al fin recobré la voz, aunque sea a
medias—. ¡Hey! ¿A dónde se fue, señorita? —pregunté mientras troté hacia la
orilla, directo al lugar donde se sentó—. ¡No la haré daño! Si quiere le presto
unas ropas —hablaba tontamente. En el fondo presentía que aquella dama no
apareció en busca de ayuda—. ¡Quiero ayudarla! —insistí alzando mucho el tono,
porque en realidad no sabía qué decir.
—¡Oye! —ronqué—. ¿Quién eres? Eres amiga de… —la muchacha bajó los brazos y
el viento se apaciguó en un dos por tres. Eso me dejó sin palabras. “¿Qué está
pasando aquí?”. Con las piernas blandas como plastilina, intenté aproximarme.
Hacía todo en contra lo que cualquier otro. No comprendo cómo es que seguí sin
intentar huir. Tal vez la curiosidad ganaba al miedo.
Ansiaba poder observar mejor el rostro de mi nueva acompañante. Con la
primera también me pasó lo mismo. Ignoro el porqué de este sentimiento. Me
cogió cual obsesión. “¿Quién eres?” o “¿Qué eres?” quise volver a preguntar.
Sin embargo, continué con el ataque repentino de mutismo. Cuando la misteriosa muchacha
notó mis intenciones, ésta se dirigió corriendo a la orilla del río como un
esbelto antílope. Se detuvo en seco a unos centímetros del agua y miró hacia el
cielo para después emitir el mismo lamento que escuché antes. Trastrabillé.
Aquello superaba mi nivel de tolerancia, o estaba por llegar al límite.
Mientras me frotaba la rodilla afligida por la caída, seguí con los ojos
apuntando a la joven. En seguida, sucedieron una serie de cosas aún más
extrañas y de manera tan vertiginosa que mi cerebro tuvo que hacer un gran
esfuerzo para asimilarlo todo.
La fogata se recuperó tras el pare del viento, ayudando a la vista de este
explorador. De golpe, el grito de la muchacha se apagó. Pero de la otra orilla
del Aguaytía, donde sólo había una pared de rocas y musgo, divisé a la joven
que apareció sentada al principio. Muy seguro que fue ella, sin ninguna prenda
que la cubriera y con esos pechos bamboleantes por los movimientos en vaivén.
Se llegó a parar sobre la escarpada pared, teniendo como base a una roca que
descollaba de las demás. Frenó sus movimientos para mirar al firmamento como la
segunda, y desatar su propio grito, mucho más fuerte hasta que se combinaron
con los ecos. Continuó haciéndolo mientras saltaba al río. No la volví a ver.
La más joven también se zambulló al agua. Tampoco la vi de nuevo. Ninguna salió.
Cojeé hasta la orilla en busca de algún indicio de ambas. Absolutamente nada.
Más bien el caudal creció un poco y me alejé hasta acercarme a la fogata. Acabé
aturdido, sin aliento, y cuando me reestablecí, empecé a llamar a las mujeres.
¡¿Qué rayos me pasaba?! ¿Qué hacía invocando a unos posibles espíritus?
Trémulo, anduve de un lado para otro de la playa. Desconozco en qué momento
me mojé los zapatos, pero lo importante es que el volumen del agua había
disminuido, regresando a su curso normal. ¿O es que lo imaginé? ¿Acaso la
creciente era fruto de una alucinación? ¿Había imaginado también a las mujeres?
¿Los lamentos? La fogata ardía con vehemencia como si jamás estuvo apunto de
apagarse. Con la mirada perdida en las brasas chisporroteantes, me senté con
las piernas cruzadas y la capucha de la casaca sobre mi cabeza. Así me mantuve
no sé por cuanto, hasta que pasó algo que casi paró mi corazón. Sentí una mano
apoyarse sobre mi espalda. Una voz sonó clara y cantarina: —Ve a casa… Me
levanté como disparado del suelo, girándome hacia atrás. Nadie. Sólo vi la
carpa volcada, que no supe cuando acabó de ese modo. La voz, en definitiva,
poseyó un timbre femenino. ¿Habrá sido de una de ellas? ¿igual que la mano? Que,
por cierto, la sentí gélida.
—¡Heyyy! —gritó alguien súbitamente. Esta vez fue una voz masculina que
rompió el silencio— ¡Váyase de ahí! ¡Está prohibido acampar! —un encargado o el
mismo dueño del recreo se había percatado del alboroto y exigía mi retiro.
—¿Qué fue todo ese ruido? —preguntó mientras retornábamos.
—Esas mujeres —tartamudeé—. No sé qué hacían aquí. Estaban calatas, además.
El muchacho río a carcajadas. Me encogí de hombros. Me embargó la
vergüenza.
—Usted es muy gracioso —dijo sin dejar de reír—. Yo no escuché ni vi a
ninguna mujer, aunque me caería bien estar con una ahora. En esta chamba no
casi tengo tiempo libre…
—¡No entiendo! —exclamé—. No me cree seguro —continué—. Le juro que dos
mujeres se tiraron al río y no salieron. ¿Acaso no escuchó sus lamentos?
—¿De qué habla, usted? Ya fue suficiente la broma. Habrá fumado de la mala…
¡Apúrese! También está prohibido drogarse en el río. Alucinando y gritando como
loco. Tengo suerte que mi jefe se fue a Pucallpa a traer
a unos turistas
para las fiestas de San Juan de mañana. Que se entere que aquí han venido a “volar” durante
mi ronda, me despediría. Pero no diré nada. Y ya, ¡apúrese! Problemas es lo que
menos necesito.
Luego de escuchar al muchacho, no volví a mencionar palabra alguna. Me
reservé de contar la historia hasta el momento de publicarla en este blog.
Caminé en silencio hasta la salida del recreo turístico de la catarata el Velo
de la Novia. Ni siquiera me disculpé, tal vez porque aún temblaba y mi cerebro
corría a mil por hora, tratando de encontrar una explicación a todos los hechos.
Recién eran las 7:20 p.m. cuando pasé por el camino empedrado y libre de ramas.
Lo vi en el reloj de mi celular. ¡Qué locura! Todo acaeció en menos de una
hora. Y yo que creí que eran como las diez de la noche. En fin, cada momento
quedó registrado en mi cuaderno de apuntes que usé antes de dormir en una
habitación de hospedaje en Aguaytía. En la carretera, frente a la Ducha del Diablo, aguardé menos de diez minutos hasta que un auto se detuvo para
jalarme hasta la mencionada ciudad. ¡Vaya visita a la catarata el Velo de la
Novia!
FIN














0 huellas:
Publicar un comentario
Deja tu huella y sabré que alguien pasó por aquí...
No se publicarán comentarios fuera de la temática del blog, ni mensajes que sólo tengan como interés hacer publicidad, o que contengan agresiones o insultos de cualquier tipo.
Además, no es necesario que escribas el mismo comentario; éste será aceptado o rechazado una vez sea revisado: