Agradeciendo
a la niña por la fotografiada con la cámara que llevé, emprendí, más
entusiasmado y sosegado por el aroma de la naturaleza, mi caminata a
través del sendero que se dirigía a la naciente del río
Tioyacu. Por la carretera, mi “pulgar mágico” había detenido a
cinco vehículos para solicitar un aventón (o acercamiento) al destino turístico que
ese día elegí… de improviso. Por el camino que recorría a esas horas no
pasaba ninguna movilidad motorizada. Un auto repleto de gente se me había
adelantado cuando estuve evadiendo a los vendedores de refrigerios. Hubiese
sido genial, y aunque suene muy improbable, que un campesino pasase montado en
su caballo y se ofreciera a llevarme. Si bien el tiempo hasta mi
objetivo ecoturístico lo
salvaría en pocos minutos a pie, ambicionaba tanto poder cabalgar a
lomo de caballo o mula, siquiera por unos cuantos segundos. En la vida, que
yo sea capaz de recordar, lo habría hecho. Pese a ser oriundo de la selva
peruana, hasta ahora no he tenido la oportunidad de hacer las veces de
jinete.
Me
contenté con seguir caminando.
Filmé y fotografié mientras lo hacía. Un chiquillo, vestido con el uniforme de
la escuela, cruzó en dirección contraria. Al parecer se iba a clases en el
turno de la tarde. Sólo nos saludamos, no le hice preguntas. El sendero
se presentó libre de malezas. Toda la vegetación abundaba a los
lados, en su mayoría enredaderas y plantones; los árboles y arbustos
crecían a unos metros más allá. Los cantos rodados fueron los
principales obstáculos durante un primer tramo. Para alguien que andaría
sin zapatos por dicha parte, si no está acostumbrado a los vaivenes de las
labores en el campo, sería una gran tortura pisar el desigual terreno. La
tierra persistía de húmeda, habiendo incluso charcos en ciertas
depresiones, y mientras que avanzaba, había menos piedras. El
camino se fue mostrando más nivelado en cuanto a su superficie, así que los
guijarros y barrizales se iban quedando atrás. También a mis espaldas dejé
una especie de pórtico, el mismo que ven en la foto de
arriba. Todo indica que bajo la sombra de su techo, fabricado con hojas
secas de cocoteros, había una tranca o portón. Y, de acuerdo con el vistoso
letrero asentado a la izquierda de éste, restaba medio kilómetro para
llegar a la naciente del río Tioyacu.
No
me tropecé con ningún foráneo o habitante de la zona. Sólo vi al niño de hace un
rato. Para mi alegría, unos tímidos rayos solares penetraron,
contra todo pronóstico, por los intersticios de las nubes e
iluminaron algo más el mediodía. La frescura del ambiente seguía
vigente. Quizá subió uno o dos grados centígrados cuando me hallé como
a cien metros de mi destino. El camino, ya no húmedo ni
escabroso, tenía una coloración semi-arcillosa y se apreciaba más
espacio abierto a los costados, donde los pastizales se extendían,
y a lo lejos la vegetación era más salvaje, árboles y arbustos por
doquier. Hasta creo que pude ver una vaca paciendo debajo unos
ceticos. A la derecha, el campo se mantenía al ras, pero en cambio, a
la izquierda, el terreno ascendía y se prolongaba hasta los cerros.
Solamente dos curvas más, y arribaría al Recreo Turístico Naciente del
Río Tioyacu. Un tambo con techo de calamina y paredes de madera fue
creciendo ante mi vista a medida que sumaba los pasos. Ya no sólo los
cerros estaban a un lado de mí, sino también al frente. Poco antes de
vislumbrar las aguas del río Tioyacu, el sendero se sombreó
por arbustos y la tierra se opacó de nuevo, notándose algunas piedras,
unas sueltas y otras enterradas, pero no tantas como al inicio. En menos de lo
que canta un gallo, las márgenes de la corriente estuvieron a un tiro
de piedra. El volumen del agua se escuchaba más fuerte. Y de
pronto, como si nada, me encontré observando el río. Controlé
mis ganas de aproximarme. Saqué la cámara y ametrallé de flashes la
naturaleza. Los vídeos han
continuado indispensables como durante toda la caminata desde los
puestos de comida. Un letrero había llamado otra vez la
atención de este cronista. Y cualquier cosa que pase por eso, es fotografiada.
En este cartel se leía la bienvenida al centro, calificándolo de “Belleza
Natural del Alto Mayo”,
con una cita bíblica debajo: “En el principio Dios creó los Cielos y la
Tierra”.
A
mis oídos llegó el sonido de voces y gritos, y casi en
seguida, contemplé a los responsables. Eran grupos
desperdigados de personas haciendo actividades diversas: jugando
vóley o fulbito, nadando o buceando en el río, bañándose en la
piscina, almorzando, etc. Todo me ocupé de registrarlo en foto y
vídeo. De repente, mi mirada se clavó en algo que sólo había visto por
imágenes en páginas web de turismo de
la región San Martín del Perú:
un puente de una estructura muy particular. A partir de ese
entonces, usé la cámara de forma más frecuente.
El Recreo
Turístico Naciente del Río Tioyacu es un lugar que se debería
considerar “Maravilla Natural de la Provincia de Rioja”.
Las descripciones pormenorizadas de cada uno de sus ambientes van a ser
publicadas en las siguientes partes de esta narración. El puente que nombré
será uno de ellos. Por ahora, para dar por terminado este post,
quiero contarles cuáles fueron mis primeras impresiones al evaluar de cerca las
aguas del Tioyacu: Jamás vi aguas tan claras como las de
este río. Ni en sueños ni en pensamientos. Exenta de suciedad o desperdicios.
Ocurría muy distinto con lo advertido en el pasto. Me sorprendió el cuidado
exclusivo que los visitantes le daban al Tioyacu. Sabían conservarlo hermoso,
que hasta se ha convertido en el sitio ideal para inspirar a cualquier poeta, para
tocar la guitarra o la flauta al son de las aguas, para enamorarse en alguna
orilla, en fin, para despertar la paz y la tranquilidad de cualquier mortal. En
ese momento supe que realmente valió la pena hacer este recorrido. Agradecí a
Dios mi fuerza de voluntad.
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