Mi
arribo a la medianoche me sorprende con la vista fija en el techo. Mis ojos
concentrados en alguna grieta o abolladura o en algún bicho que deambula por mi
habitación. De pronto, me pongo de pie porque la espalda se cansa de sentir
tanto el colchón. Salgo a la sala, al comedor o al pasadizo, como si hubiera
otros lugares a dónde ir, aunque la cocina es terreno sagrado de mi madre; solo
acudo allí cuando la sed me gana o mis dedos quieran pellizcar algún antojo nocturno,
eso sí tengo suerte porque comida es lo que empieza a escasear. Aquello de las
segundas y hasta terceras raciones va quedando en el pasado.
Parezco
el soldado que hace guardia con mi andar de un extremo a otro de la casa. Es
tanto el silencio que escucho el vibrar de mi celular que dejé en la cama.
Seguro es mi novia que escribe. Ella está lejos. Pero trato de no sentirme
triste porque sé que se encuentra dónde debería, como yo, con su familia. En
efecto es ella. Siempre es ella. Su texto y sus emojis son los que alegran mis
días, pero sobre todo mis noches. A ella le sucede lo mismo. No sé cuándo nos
volveremos a ver. No sé tampoco dónde. Ahora queda sólo seguir rumiando el plan
B. El futuro es incierto. Impredecible se ha vuelto nuestro mundo, un lugar
hostil. Lo único que realmente me hace sentir vivo es el Amor de ella y de mis
padres.
Pasan
treinta minutos, una hora o a veces más hasta llega el momento de las “buenas
noches”, pero ambos sabemos que la noche aún es larga y que cada uno necesita
meditar. De nuevo a contemplar el techo. Los ojos aún muy abiertos y las ojeras
cada vez más marcadas. Sonrío. Acabo de recordar que ella me dice “pandita”.
Necesito
volver a estirar las piernas, así que me tropiezo con el perro. Últimamente se
rasca mucho y, cuidándome de las dentelladas de protesta, procedo a curarle. A
falta de veterinario debo improvisar. Me lavo las manos y hago ademán de volver
a mi habitación. Un libro y mi laptop me esperan. Pero un maullido rompe el
silencio. A estas horas, una o dos de la mañana, el gato sólo desea una cosa:
comer. Atiendo de inmediato sus necesidades. Al menos él se siente libre, el
mundo, su mundo, sigue siendo igual.
Siento
un poco frío a veces. Aun así me ducho. Tengo tanto sueño como sentiría normalmente
a las diez de la mañana. “¿Y ahora qué?”, me pregunto. Escribir o leer, ese es
el dilema, aunque una “amenaza” acecha detrás de esa misma portátil. Película o
serie, ese es el nuevo dilema. Mi debate no tarda más de cinco minutos. Pero
tome la decisión que sea, un paréntesis se abre a la media hora para leer las
noticias, buscarlas mejor dicho, porque de la mayoría ya estoy al tanto y en
plena madrugada es remoto el caso que se lean novedades. Luego, prosigo con mi
actividad cultural o de ocio, a veces de rato en rato interrumpidas por el
cosquilleo en las piernas o el lagrimear de los ojos.
Pasa
buen tiempo hasta acordarme de ver la hora. La mayoría de veces me olvido y el
cantar del gallo o el ruido del motor de algún vehículo me lo recuerdan. Cinco
de la mañana de cualquier día de esta última quincena. Lo raro es que mi
cerebro piensa que son las cinco o seis de la tarde tal vez. “Un ratito más”,
acostumbro decir. “Unos minutos más”, “unas páginas más”, “unas líneas más”, “un
capítulo más”, recito mientras el sol va levantándose del horizonte. De repente
caigo en cuenta de que la luz de mi habitación no necesita seguir encendida. Ya
es de día y lo que no dejará de sorprenderme es el ruido que oigo en las calles.
Son horas en las que el sueño me quiere tumbar, pero se hace inútil conciliarlo
con la bulla del exterior. Ya es demasiado tarde para querer dormir. O, ¿es
demasiado temprano?
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